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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

Romper la baraja

El Gobierno de Pedro Sánchez no ha mostrado cuál ha sido el baremo aplicado para que ninguna de las tres provincias de la Comunidad salga de la fase 0

«Es una insensatez, una irresponsabilidad, una vergüenza». Jamás, desde que Ximo Puig habita el Palau, se habían oído epítetos tan graves en boca de quienes ocupan el organigrama de altos cargos y dirigentes políticos que puebla la Presidencia de la Generalitat dirigidos al Ejecutivo central. Ni siquiera cuando Rajoy, desde la Moncloa, de palabra decía una cosa y con el erario público hacía otra, sin resolver la discriminación que sufre la Comunidad Valenciana en materia de financiación. Ni cuando se desató la guerra civil entre susanistas y sanchistas, en la que Puig eligió el bando contrario al de quien hoy gobierna en Madrid y perdió, ganándose un enemigo que, visto lo visto, ha resultado dispuesto a todo para cobrarse la afrenta. Pero el viernes por la noche, una vez el ministro Illa y el epidemiólogo Fernando SimónFernando Simón comparecieron para explicar qué territorios pasaban de fase en esta laberíntica salida del confinamiento que nos han impuesto, la indignación estalló en un clamor unánime entre los miembros socialistas del Gobierno autonómico: «Nos han vendido».

Era el crespón negro que culminaba una tensa semana, que tuvo el miércoles su punto de inflexión. La pax política que había imperado durante esta crisis en la Comunidad se rompió ese día en las Cortes, que volvieron a madreliñizarse, en difícil pero feliz expresión utilizada por este periódico para caracterizar la vuelta a los debates broncos en el Parlamento autonómico. La magnífica relación que hasta aquí había mantenido el president Puig con los grupos empresariales más potentes de la Comunitat también se puso en cuestión ese día, durante una durísima reunión telemática con la ejecutiva del lobby AVE, que agrupa a los empresarios más poderosos de la autonomía liderados por Juan Roig, en la que Puig recibió en su rostro todos los puñetazos que en realidad iban contra Pedro Sánchez. Cómo sería la cosa, que algunos de los empresarios asistentes al encuentro admitían nada más acabar que «nos hemos pasado en el tono, él no era el destinatario, pero es el que ha pagado los platos rotos por lo mal que creemos que se están haciendo las cosas: hay que cuidar la sanidad primero, pero se nos viene una debacle económica encima que también tendrá consecuencias sanitarias y sociales y hay medidas para volver a la actividad manteniendo las precauciones necesarias que se están despreciando». Muchos de ellos, le transmitieron más tarde sus disculpas por la acritud de las expresiones que se emplearon. Pero el suceso, inhabitual, sirvió para que el president de la Generalitat testara, de primera mano, el monumental cabreo de la gran patronal tras cinco años de indisimulado idilio y, pese a las posteriores disculpas, entendiera que la gestión de Sánchez, de rebote, puede llevárselo por delante a él.

De matrícula a insuficiente. Pero lo peor fue entrada la noche. Por la mañana, la vicepresidenta Teresa Ribero, al frente del equipo que dirige la desescalada, comunicó a la Generalitat que su situación era «de matrícula de honor». Se dio por hecho que la Comunidad pasaba de fase y se hicieron contundentes declaraciones dándolo por seguro, que insuflaron optimismo a los ciudadanos. Pero poco después saltaron las alarmas: Madrid empezó a pedir datos que no estaban entre los que inicialmente se habían reclamado. Y a discutir todos los que le llegaban. La matrícula de honor pasaba a insuficiente. La consellera de Sanidad, Ana Barceló, comunicó al president que algo iba mal: «Nos piden cosas nuevas y cada una que enviamos nos ponen pegas». Había empezado la partida y la Comunidad Valenciana comenzaba a perfilarse una vez más, carne de cañón. A lo largo de todo el día hubo conversaciones, con cruce de reproches in crescendo, de miembros de la Generalitat, encabezados por Puig, con la vicepresidenta Ribera y el ministro Illa. Incluso hubo gritos. «¡Ya basta de improvisación!», les decían, sobre todo cuando comprobaron que el distrito de Salud de Orihuela querían mantenerlo en la fase 0, mientras que la vecina Murcia, con iguales cifras, pasaba a la 1. Se rectificó in extremis, prueba aún mayor de la arbitrariedad y las prisas con las que se estaba trabajando. Se contactó incluso varias veces con Iván Redondo, el hombre que fija la estrategia política de Sánchez y, por extensión, de la parte del Gobierno que controla el PSOE. Pero fue inútil. De la indignación se pasó al encono: «¡Estamos hartos de que esto lo manejéis cuatro magos y un gurú!». No se inmutaron. La suerte estaba echada y la Comunidad Valenciana, la más importante de las gobernadas por los socialistas, era la víctima propiciatoria para los cambalaches propios de la Villa y Corte.

Este país tiene un problema. Gobierne quien gobierne, la partida política se disputa siempre, a ojos de quien ocupa la Moncloa, sobre un tablero en el que sólo hay tres jugadores: Madrid, Cataluña y el País Vasco. Los demás somos comodines que se sacrifican sin pudor según venga la mano. Tras la increíble cabriola de Pablo Casado, cuya inmadurez parece no tener cura, los votos del PNV habían salvado esta semana la prórroga del Estado de Alarma, cuyo rechazo en el Congreso habría abierto una crisis política de consecuencias impredecibles, así que vascos y navarros, con peores números que la Comunidad Valenciana, tenían que pasar de fase sí o sí. Ese era uno de los precios a pagar. Con Cataluña no había problema: parte se quedaba confinada y parte abierta, pero así lo había querido el propio Gobierno de Torra. Pero con Madrid no había arreglo posible: ahí sí que la mayoría de las ratios obligaban a mantener la fase 0 y no avanzar con la desescalada. Así que el gurú Redondo le dijo a Sánchez que para que no pareciera que el Gobierno actuaba por partidismo, si se rechazaban las peticiones de la mayor comunidad gobernada por los populares, había que contrapesar la decisión tomando medidas similares con la mayor comunidad gobernada por los socialistas. La valenciana, pues, era el comodín a entregar. Una vez más, el sudoku político nacional pasaba factura a una de las comunidades más dinámicas, pobladas y de mayor PIB, pero que políticamente no consigue ser relevante, en parte por la conocida incapacidad de rebelarse de su propia sociedad civil.

Se llegó a pedir a Redondo, en esas horas frenéticas, que ofreciera a la Comunidad la misma fórmula que se había pactado con los vascos: salen de la fase 0 las tres provincias, con restricciones en zonas concretas pactadas previamente entre ambos gobiernos. Pero Moncloa no quiso. Frente al no rotundo que había que darle a Madrid, tenían que contraponer otro no a Valencia. Menos tajante, pero igual de nefasto: no salen ninguna de las tres, aunque sí algunos distritos, sobre todo de Alicante.

Como Eurovisión. El resultado no ha podido ser peor. Incluso en términos de comunicación. El mensaje que Sánchez trasladó a los ciudadanos con su decisión fue de principio a final negativo: la mitad de los españoles han aprobado y la otra mitad, no. Pero lo peor es que el Gobierno ni siquiera ha sido capaz de explicar cuál ha sido el baremo con el que se ha tomado la decisión. Se sabe quiénes pasan a otra fase y quiénes no, pero no se informa de por qué unos salen y otros no. El decreto del Gobierno publicando en el BOE de ayer la medida no estaba motivado. Los alumnos que han suspendido, no tienen derecho a saber en qué materias. Así que, pues el Gobierno se niega a explicarlo, el resultado es que las interpretaciones de que esto ha sido un cambalache político donde los elementos objetivos han decaído en beneficio de los intereses de la Moncloa son, a falta de otras, las únicas plausibles. «En lugar de tranquilizar a todos los españoles, los han enfrentado. Han convertido esto en Eurovisión: United Kingdom, ten points; guayominí, five points, Comunidad Valenciana, trois punts y pierde. Es un error lamentable», se lamentaba un conseller.

El bofetón para Puig, que el miércoles había empezado a anunciar lo que los valencianos iban a poder hacer desde el lunes, ha sido monumental. El más grande sufrido por un jefe del Consell. Todo lo bien que había venido siendo valorada su gestión durante la crisis se vino abajo el viernes por la noche. Aunque no sea el responsable, la indignación contra Pedro Sánchez inevitablemente también se va a volver contra él, que además no tiene otra salida que radicalizarse: de ser el líder conciliador capaz de atraer a la sensatez al resto de las comunidades en las reuniones semanales con Sánchez (al menos a las gobernadas por el PSOE), ahora se ve obligado a ir a la que se celebrará hoy enarbolando la bandera pirata. No parece preocuparle al presidente del Gobierno, incapaz de valorar otra cosa que no sea su propia supervivencia política.

El hecho de que el Gobierno anunciara que, para aprobar el cambio de fase, se medirían una serie de parámetros técnicos, pero se «interpretaría el conjunto», ya daba pistas acerca de la arbitrariedad con la que iba a conducirse el proceso. A día de hoy, el Gobierno central sigue alegando (en privado, no de forma oficial ni en ningún documento) cuestiones, como que no se cumplían las ratios de transmisión de contagios, ni la de medios suficientes en atención primaria, ni la de la necesidad de mantener aún en el mayor grado de confinamiento a las zonas más pobladas y con mayor movilidad, que la Generalitat niega de plano y para cuya demostración Sánchez no aporta un solo elemento objetivo que permita comprobar la honestidad de sus decisiones. Lo cierto es que la incidencia de contagios en el País Vasco y Navarra es mucho mayor que en la Comunidad Valenciana, la atención primaria está según la Generalitat igualmente cubierta y Bilbao, cuya conurbación supera el millón de habitantes, ha pasado de fase. Y ni Alicante, ni Elche, ni València, ni Castellón lo han hecho.

De la frustración a la ira. El resultado de todo ello es de una gravedad enorme. Porque se aboca a la sociedad a pasar en horas del desconcierto a la frustración y de la frustración a la ira. Valencia sobrepasa los cinco millones de habitantes, la mayoría de los cuales estaban convencidos, porque así se lo decía su presidente autonómico y porque así se deducía claramente de todas las ratios publicadas, de que el lunes podrían empezar a realizar algunas actividades imprescindibles ya si no queremos que el desastre económico y el estado depresivo se mezclen en un cóctel de terribles consecuencias. Había gente llenando las despensas de sus negocios ante la perspectiva de que bares, restaurantes y hoteles podrían comenzar a reabrir, aunque fuera con restricciones severas; gente que lleva dos meses sin ver a sus padres, a su pareja, a sus hijos, a sus amigos, y a la que se le había hecho creer que a partir del lunes ya podría visitarlos, porque habíamos hecho las cosas bien; gente que iba a volver a su puesto de trabajo o a levantar la persiana de sus negocios, incluso invirtiendo para ello lo que no tienen... Toda esa gente hoy está más desquiciada que ayer. Y todos los planes en que el Consell había venido trabajando para conseguir que la Comunidad Valenciana fuera contemplada desde el exterior como un destino seguro, al que se podía venir otra vez de vacaciones, han sufrido un revés que no sé si los dejará inservibles. «Nos sentimos engañados», decía, en esa escalada verbal que el viernes por la noche se disparó, otro alto cargo de la Generalitat. Es un sentimiento seguramente sincero, pero sin parangón con la sensación de frustración y de haber sido utilizados para enredos que no tienen nada que ver con ellos, puesto que se dispone de sus vidas sin darles al menos una justificación de por qué hay que hacerlo así y no de otra manera, que pueden albergar la mayoría de los ciudadanos. Es posible que esto lo pague Sánchez en las urnas y que, por arrastre, también arruine a Puig y al PSPV. Pero ambas cosas, si es que suceden, aún tardaremos tiempo en verlas y, sin embargo, la factura ya la estamos pagando los ciudadanos. A ver si nos damos cuenta de que la única manera de acabar con este juego, en el que siempre somos la carta a sacrificar y continuamente nos cambian las normas con la partida iniciada, empieza por demostrar que nosotros también podemos romper la baraja si continúa el desprecio. Algún día habrá que decir «me planto».

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