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Opinión

Setenta años de Unión: la federación fue el objetivo desde el principio

Hace hoy setenta años, el 9 de mayo de 1950, el ministro francés de Exteriores, Robert Schuman, leyó una Declaración que haría historia, al proponer la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, como «primera etapa de una Federación europea», tras decir que «Europa no se hizo, y hubo la guerra». Conviene recordárselo a los euroescépticos y a los eurocínicos, pero también a los representantes políticos de los países nórdicos, incluyendo los de corte progresista, a quienes a menudo les sale urticaria cuando oyen sea el adjetivo federal aplicado a la construcción europea, sea su formulación canónica en los Tratados como una «unión cada vez más estrecha».

En todo caso, en estas siete décadas Europa ha vivido el período más prolongado de paz y prosperidad de su historia, dotándose del mercado interior más grande e integrado del mundo, de una moneda común, y de una serie de políticas de gasto e inversión colectivas en campos como la agricultura, la innovación, o la educación (programa Erasmus). Nuestro continente es, sin duda, la parte del mundo donde mejor se conjuga la libertad política, el progreso económico, y el bienestar social.

Más allá de que en cierto modo la federación es un mandato político incluido en el texto seminal que da origen a la actual Unión Europea, lo cierto es que culminar la unión política es hoy una necesidad imperiosa, del mismo modo que nuestra ambición, como en aquella lejana primavera de posguerra debe estar a la altura de los retos internos y externos que enfrentamos como europeos, incluyendo, pero no solo, el más reciente de la pandemia del coronavirus.

En conjunto han pasado casi veinte años desde el inicio del último proceso de reforma de la Unión, con el lanzamiento en la Cumbre de Niza (diciembre de 2000) del Debate sobre el Futuro de Europa, que se concretaría en la Declaración de Laeken de 2011, impulsada por el entonces primer ministro de Bélgica, Guy Verhofstadt, y sobre todo en la Convención Europea (que inicia en 2002).

De este ejercicio en el que participaron eurodiputados, diputados nacionales, y representantes de los gobiernos, salió el proyecto de la Constitución Europea adoptado en 2004, y cuyas principales innovaciones fueron recogidas posteriormente en el Tratado de Lisboa de 2007, firmado casualmente el mismo año en el que iniciaba la crisis de las hipotecas de alto riesgo en los Estados Unidos, y que derivaría en un colapso financiero y económico mundial a partir de 2008, y en la crisis del euro iniciada hace justo diez años, en mayo de 2010. Este Tratado entraría en vigor el 1 de diciembre de 2009.

No cabe minusvalorar los avances que supuso el Tratado de Lisboa, al aumentar las competencias de la Unión, reforzar los poderes del Parlamento, generalizar el voto por mayoría cualificada en el Consejo (donde se sientan los gobiernos), y establecer la figura del Alto Representante para la Política Exterior, a la cabeza de un verdadero servicio diplomático propio. Faltó eso sí desde el principio un Protocolo Social, aun tras perderse el referéndum sobre el Tratado Constitucional en Francia.

Dicho esto, el mundo ha cambiado radicalmente respecto del año 2010, no digamos ya desde el 2000. La propia crisis del euro ha puesto de relieve las insuficiencias del Tratado, sobre todo por la ausencia de un pilar fiscal para el euro, y el sesgo deflacionista de las previsiones del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, en cuanto a los límites de déficit y deuda públicos. Estas deficiencias se compensaron parcialmente con la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad, y del proyecto (incompleto) de la Unión Bancaria. Pero Europa sigue sin contar con un verdadero instrumento fiscal anti-cíclico, al tiempo que al Banco Central Europeo le toca operar en el límite de su mandato, que le prohíbe financiar directamente los gastos de los gobiernos o de la propia Unión, ni siquiera en circunstancias extraordinarias como las actuales (lo que no es el caso de sus pares en Estados Unidos o el Reino Unido), y mientras es sometido al acoso frecuente del Tribunal Constitucional de Alemania (siendo su irrespetuosa sentencia con la primacía del Derecho Europeo, de 5 de mayo de 2020, el caso más reciente).

A esta unión monetaria a medio construir hay que sumar la aceleración de la crisis climática o la digitalización, que apenas se mencionan en el Tratado de Lisboa, la difícil gestión de los flujos de refugiados, el Brexit, y una geopolítica cambiante, con las tensiones en el Mediterráneo y Oriente Medio, las tendencias imperialistas de Rusia y China, y la ruptura relativa del eje transatlántico, y que difícilmente puede gestionarse desde una Unión Europea que somete su política exterior a la más estricta de las unanimidades. Desde el punto de vista democrático, hay que resaltar también que el Parlamento Europeo carece de poder de decisión en la fijación de los ingresos de la Unión o la armonización fiscal.

La pandemia del coronavirus ha puesto de relieve otras debilidades de los Tratados actuales, como la falta de competencias en materia de salud pública y gestión de emergencias, y otras ya conocidas, como la lentitud en la toma de decisiones por parte del Consejo y la dificultad para movilizar rápidamente y en cantidades suficientes recursos financieros para hacer frente a choques económicos exógenos y simétricos. De ahí que todavía no se haya acordado el Plan Europeo de Recuperación (la Comisión ha aplazado sine die la presentación pública de su propuesta).

Es cierto que con voluntad política se puede hacer mucho, incluso en el marco del Tratado de Lisboa, y que el verdadero problema es que persisten en cierto modo en la crisis del coronavirus las diferencias de fondo entre los llamados países acreedores y deudores, en una especie de secuela de los debates de la época de la crisis del euro, que al final tienen que ver con la cantidad de solidaridad en forma de transferencias que están dispuestos a asumir los Estados miembros más ricos.

Pero al mismo tiempo es preciso abrir el debate sobre la revisión del paradigma monetarista y caduco de Maastricht, y acometer la actualización de nuestro marco constitucional, que debe contener nuevas políticas y ser decididamente federal, para que cuando no haya un acuerdo unánime, incluso en materias tan fundamentales como los impuestos o el presupuesto, se pueda tomar una decisión sobre la base de amplias mayorías. Por tanto, el viaje iniciado aquel 9 de mayo de hace setenta años no ha concluido. Ahora es el momento de dar, dos décadas después de Niza y Laken, el siguiente paso adelante en la construcción política de Europa.

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