Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

María José Zaragoza Hernández

Mascarilla para todos y para todo

Cuando empezaron a sonar ecos orientales del coronavirus, allá a mediado de febrero, comencé el confinamiento voluntario. De las pocas veces que salí a comprar, llevaba mascarilla. Me decían que no era necesario, solo para personas que pueden transmitir la enfermedad. No entendía nada. Ya se sabía por medios de comunicación extranjeros, que existían los «asintomáticos», con lo cual, cualquier persona, incluso familiar, podía contagiarme. Con ellos no guardé distancias tan pronto porque es imposible tener a tus nietos y no comerlos a besos.

Pasaron los días. Infectados a cientos ingresados colapsando hospitales. Los médicos, que se habían pasado diagnosticando gripes y neumonías desde diciembre, no se lo explicaban. El hecho es que los médicos de Atención Primaria, con la bata blanca y un fonendo como única barrera entre el paciente y él, iban viendo que cada vez más la «gripe», se iba complicando.

A final de febrero, esos violines fueron acercándose hasta el país de las pizzas y los médicos ya sabían que la cosa era seria. Pero nadie adoptó medidas. Algunos vimos a los de Vistalegre alzando banderas. Y otras banderas los del 8 de marzo. Una temeridad.

En una de mis incursiones al súper, en la cola del pescado, no pude obviar una conversación entre un señor y la chica que sacaba tripas del pescado. «Es que les gusta exagerar», decía la chica. «pero si esto no es nada más que una gripe», quitándole importancia el hombre con sonrisa socarrona. No tuve por menos que intervenir, no por él, sino por la chica. Le dije que la cosa era muy seria. El hombre me respondió que nada de eso, que él era «concejal» y sabía mucho del tema. Me remití a la Gripe Española, al Ébola, al VIH. Nada. Ni caso. Pensé que no iba a convencerlo porque se sabía muy bien la lección de quitar importancia al tema.

Desde entonces nos han ido diciendo la cantidad de personas fallecidas, los ancianos de las residencias, los enfermos crónicos afectados con el Covid-19, los propios profesionales de la salud que han perdido la vida. El confinamiento, las precauciones. Menos mal que no nos quitaron los periódicos, ni el móvil. Hemos hecho el encierro. Muchas veces pensando que ciertas medidas no eran las adecuadas. Que un bebé en su sillita podía salir siempre a tomar el sol.

Los chicos y chicas adolescentes confinados en las casas con las hormonas a tope; los mayores sin visitas de los hijos, y mucho dolor. Dolor por parte de las familias que perdían a seres queridos sin poder decir adiós o una oración y dolor de los médicos y personal sanitario por no poder curar a toda esa gente.

Al poder salir un poco, voy a comprar a mi súper habitual. Como si me fuera a Marte. Casi me hago un traje con el plástico de tender la ropa. Usé mascarilla, guantes, líquido alcohólico. Me faltaba la escafandra. Todo normal. Al entrar, exceso de personas. De nuevo, en el pescado, cuando me doy cuenta, a mi espalda, casi apoyada su cabeza en mi hombro, sentí el aliento de alguien. Al volverme, me di de cara con una mujer sin mascarilla. Salí pitando. Fui a los guardias. Lo comenté y me dijeron que no estaba prohibido ir sin mascarilla. Me pareció de locos.

Personas que pueden ser asintomáticas, incluso haber pasado el coronavirus y no saber cuánto tiempo dura la inmunidad, cogiendo mercancía y acercándose a ella sin mascarilla. Una tos, un estornudo, una mala idea de escupir como aquel delincuente, para dejar sobre la harina un puñado de virus.

La gente se está relajando mucho. El sentido de «a mí no me va a pasar», crece. Y ese exceso de confianza es la que temen los médicos. Que se vuelvan a colapsar sus hospitales cuando apenas les quedan fuerzas.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats