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Análisis

Juan R. Gil

Con la gente o contra la gente

A la hora en que escribo este texto (mediodía de ayer) los convocados por la presidencia de la Generalitat a la reunión para que todas las instituciones caminen de la mano en el plan de reconstrucción de la Comunidad Valenciana tras el drama y el mazazo que está suponiendo la Covid-19 van ya por 15: los presidentes de las tres diputaciones; los alcaldes de las tres capitales de provincia; el alcalde de Elche, tercera ciudad en población de la autonomía; el presidente de la Federación Valenciana de Municipios; el representante de los ayuntamientos del interior en dicha federación; el de las mancomunidades dentro del mismo organismo; el director y el director adjunto del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE); un secretario autonómico y un director general, ambos del equipo de Presidencia, al margen claro está del propio president. Catorce hombres y una sola mujer. Es difícil que la cifra siga aumentando hasta que a las 11 de este lunes se vean todos las caras (mascarillas a la entrada, pero no durante el encuentro) en el Palau, porque no hay sala que permita concentrar más personal manteniendo la distancia sanitaria. Pero como todo es cuestión de ponerse, tampoco lo descarten. Paralelamente, los recelos del principal partido de la oposición, el PP, pero también de los socios de Gobierno de Ximo Puig, crecían ayer en la misma proporción en que lo iba haciendo el número de invitados.

No es de extrañar. Presidencia de la Generalitat ha puesto mucho empeño en la escenografía, pero poco en la concreción. A los asistentes se les ha trasladado que la reunión no durará más allá de dos horas. Lo que deja poco más de 8 minutos para intervenir a cada uno, tiempo insuficiente para exponer nada serio. Y también que no habrá Prensa: se permitirá entrar a los fotógrafos y cámaras, pero los redactores, salvo rectificación, no serán convocados. Eso sí: uno por uno los presentes harán al término una declaración a los servicios de Comunicación de la Generalitat, que serán los que la distribuyan. Todo controlado.

O sea, que se busca una foto. Eso en política no es per se negativo. Las fotografías tienen un valor simbólico muy poderoso. Y el hecho de que todas las escalas de la Administración (Generalitat, diputaciones, ayuntamientos) manifiesten su voluntad de trabajar unidos en el ámbito institucional en una situación de crisis extrema envía un mensaje muy positivo. Pero habría sido mejor que la reunión se trabajara antes en los segundos escalones, que el documento del IVIE que hoy se va a presentar como radiografía de la situación en la que se encuentra la Comunidad Valenciana hubiera sido distribuido con tiempo a los participantes para que pudieran estudiarlo, que el propio Ximo Puig se hubiera puesto en contacto al menos con los principales de ellos antes de que mañana desembarquen en el Palau sin una hoja de ruta, sin propuestas que poner sobre la mesa y en condición, prácticamente, de oyentes.

Lealtad institucional. Aun así, la predisposición de todos es buena. La representación de los ciudadanos está en las Cortes. Pero allí se libra una batalla legítima entre partidos que, aun sin ser afortunadamente la que nos avergüenza a diario en Madrid, en no pocas ocasiones hace estériles los debates. Todos los convocados mañana, sean del partido que sean, tienen otra responsabilidad: la de gobernar. Son los que tienen que ejecutar unos programas que impidan el definitivo crack económico y con él el social. Y esos planes, ahora más que nunca, tienen que estar coordinados. En estos momentos no caben conflictos de competencias ni duplicidades. La cogobernanza que tanto se reclama a Madrid, y que no es más que la extensión del principio de subsidiariedad (la prestación de los servicios por el ente más cercano al ciudadano en cada caso), es la que tiene que aplicarse aquí sin dilaciones entre gobierno autonómico, diputaciones y ayuntamientos.

El presidente de la Generalitat ha sostenido en las últimas semanas un discurso que delimita tres campos de juego para afrontar la devastación que sucederá al Gran Confinamiento. El político, residenciado en el Parlamento autonómico; el del diálogo con los referentes sindicales y empresariales; y el institucional, el que se estrena mañana, con los gobernantes locales, provinciales y autonómicos. Falta una cuarta pata para sostener el tablero, la del denominado «tercer sector», el de las entidades privadas y sin ánimo de lucro que trabajan en la acción social, las ONG, que son igualmente indispensables y que seguramente serán convocadas en breve.

También Puig ha enfatizado qué se tiene que esperar de quienes nos gobiernan, incluido él: que trabajen en poner soluciones y no obstáculos. Es claro que muchos dirigentes del PP o de Cs, pese a las discrepancias de fondo con el Botànic, coinciden en ese objetivo. De lo que se trata, pues, es de encontrar cuanto antes los puntos en común y acordar un sistema de coordinación en el que todos puedan sentirse cómodos. El tan manido concepto de la lealtad institucional tiene que ser, ahora más que nunca, rehabilitado como dogma.

La última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), polémica como todas las que se han publicado desde que el organismo está dirigido por el antiguo guerristaJosé Félix Tezanos, arrojaba sin embargo un dato tan inapelable como estremecedor: en el orden de preocupaciones, para los españoles los políticos están sólo por detrás del coronavirus, el paro y la economía. En lugar de ser un instrumento para la solución de los problemas, los partidos se han convertido en un grave problema en sí mismos. Lo sucedido esta semana en el Congreso de los Diputados, con sus señorías arrojándose los unos a los otros los peores insultos ajenos a la ruina de los cierres de fábricas, las colas para comer y la desesperanza de millones de personas, es una estampa que la España periférica tiene la obligación de cambiar, forzando a quienes medran en Madrid a un giro radical en sus comportamientos.

Medidas de calado. Si la reunión de mañana se queda en una simple foto y cada cual vuelve luego a su trinchera, entonces no habrá servido más que para incrementar la sensación de desamparo que atenaza a los ciudadanos, a pesar de medidas de calado tan extraordinario como la que también esta semana ha supuesto el anuncio de la entrada en vigor del Ingreso Mínimo Vital, una decisión de la que se pueden discutir detalles, pero no su urgente necesidad. Pero si detrás de esta cita en el Palau hay otra, si se crean comisiones de trabajo efectivas entre instituciones, si se fija un marco común de intervención, entonces se estará en el buen camino. No sólo por el efecto benéfico que puede tener en la Comunidad Valenciana conseguir una unidad de acción en lo fundamental. Sino también, como decía, por empezar a poner en cuarentena desde las autonomías el ruido y la furia que Madrid pretende contagiarnos a diario.

La falta de referencias ante un colapso como el que el mundo afronta ha hecho que se recurra a expresiones propias de guerras y epidemias pasadas. Se habla de planes de reconstrucción, como después de la Segunda Guerra Mundial. Sánchez, e incluso Puig, han caído en la tentación de rememorar los Pactos de la Moncloa, llamando a una unidad distinta en lo esencial porque entonces se trataba de levantar un país que salía de una larga dictadura convencido de la necesidad de consensos, y ahora resulta apremiante frenar con las armas de la Democracia la división y el enfrentamiento que impedirían cualquier recuperación. Se apela a obras como «La Peste», de Camus, o «La Náusea», de Sartre, que yo mismo he citado, para tratar de entender lo que ocurre. Pero hay otra fundamental para atisbar lo que puede estar cociéndose en el fondo de la olla: «Las uvas de la ira», el durísimo retrato que nos dejó John Steinbeck de la Gran Depresión del 29. La novela acaba de forma muy amarga, aunque abierta. Así que en 1940, cuando apenas un año después de su publicación el director John Ford la llevó a la gran pantalla, el final se cambio para dejar uno más esperanzador. Ese en el que Mamá Joad sentencia: «Parece como si en todo el mundo sólo tuviéramos enemigos. Parece como si no tuviéramos un solo amigo (...) [Pero] No pueden acabar con nosotros. Ni aplastarnos. Saldremos adelante. Porque somos la gente».

A quienes ahora gobiernan o están en la oposición les toca otra vez elegir final: estar con la gente para que salga adelante o fomentar una ira que acabará devorándolos. No lo duden.

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