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Óscar R. Buznego

La reconstrucción de las instituciones

Reducido el virus, el siguiente objetivo consiste en reactivar la economía. La secuencia es inapelable. La pandemia nos atacó por sorpresa, pero la recesión la esperamos desde el primer momento y podemos confirmar que será nuestro destino inmediato. Estado de alarma, planes, ayudas y deuda, reformas legales, se conjugan para sacar al país de esta situación cuanto antes, estimular la actividad productiva y retornar al menos a la normalidad perdida. Pero en este camino impuesto por las circunstancias se interpone otra crisis, la institucional, que quizá estemos infravalorando, lo que podría suponer un grave error.

Las instituciones, según la insuperable definición del economista Douglass C. North, son las reglas del juego de una sociedad. Pueden ser normas formales o reglas no escritas, leyes y reglamentos o meros acuerdos y códigos de conducta que establecen restricciones a la actuación de los individuos para facilitar la convivencia y la cooperación entre ellos. La crisis de las instituciones políticas en España ha ido a más en los últimos años: órganos de poder de la máxima relevancia que han excedido exageradamente el tiempo establecido para su renovación, las andanzas del procés catalán al margen de la legalidad, sucesivas investiduras fallidas y repeticiones electorales, presupuestos generales del estado prorrogados, el modelo de financiación autonómica caducado y un largo etcétera, que incluye la pérdida del respeto al adversario y el desprecio por determinadas prácticas consolidadas, dos síntomas que los politólogos señalan con preocupación como prueba de la erosión que están sufriendo algunas de las democracias más estables.

Los partidos están sometiendo la vida política española a una escalada imparable de crispación y malas artes, con el consiguiente daño a las instituciones. Se acusan mutuamente de radicales, extremistas y antidemócratas sin ningún recato. Los discursos populistas y agresivos de Podemos y Vox se han adueñado del ambiente político. El PSOE y el PP han rebajado el debate público a un intercambio de insultos y descalificaciones. Los lances habidos en el Congreso en la sesión de control y en la comisión de Reconstrucción superan con creces en afán autodestructivo los vividos hasta la fecha. La semana ha terminado con insinuaciones de golpismo provenientes de la izquierda, dirigidas a la derecha, y un clima en general enrarecido.

Es sabido que un porcentaje creciente de españoles identifica todo lo que rodea a la política como uno de los mayores problemas del país e imputa toda la responsabilidad a sus principales actores. La queja no es nueva. De hecho, después de Suárez, que estableció la democracia, y de Felipe González, que puso gran empeño en afianzarla, todos los presidentes del Gobierno han incumplido su promesa, cierto es que hecha con distinto énfasis, de impulsar una verdadera regeneración de nuestra democracia. Lo que está ocurriendo ahora es que este asunto apenas merece la atención de nadie. Su desaparición de las agendas del Gobierno, de la oposición y de la opinión pública obedece a las urgencias de la epidemia, pero también, en igual medida, a la polarización partidista.

Porque la reparación que necesitan las maltrechas instituciones políticas requiere un gran pacto al que no parecen estar dispuestos los partidos, enfrascados en su rivalidad. La rehabilitación de las actitudes y las buenas costumbres características de la democracia no puede ser obra de un gobierno o de una mitad del parlamento en contra de la otra mitad, como ha sido habitual en la historia contemporánea de España. Para que las instituciones ofrezcan un rendimiento satisfactorio, los ciudadanos y los dirigentes políticos deben sentirlas como propias. Por el contrario, hoy los partidos utilizan las instituciones bien como botín de la competición electoral, o bien como armas arrojadizas, y a la calle solo salen a manifestarse los ciudadanos movilizados por las consignas más excluyentes.

Una sociedad no irá bien si carece de instituciones firmes. La democracia española está sufriendo un notable deterioro a manos de quienes han sido encargados de su protección y cuidado. Los partidos deberían concederse una tregua y detener la espiral en la que están envueltos, que no beneficia en nada una recuperación económica rápida y consistente. A fortalecer la democracia se espera que concurran todos los partidos demócratas, pero la colaboración que resulta imprescindible en primer lugar es la del PSOE y el PP. La sociedad española está preparada y aguarda en silencio. La duda estriba en si lo están los partidos políticos y sus líderes. De ello depende, antes que nada, la calidad de vida de los españoles y, después, que España sea una de las sociedades más avanzadas del mundo o un país entre los democráticos de segundo grado.

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