Aunque aún me considero un hombre joven, ciertas reflexiones que me acechan el pensamiento últimamente comienzan a poner de manifiesto que estoy a punto de llegar a ese momento en el que la edad adulta se troca en provecta senectud. No soporto ya, por ejemplo, a la gente maleducada que, por desgracia, abunda en nuestro país y en nuestra ciudad.

Como muestra, les relataré una anécdota que me acaeció esta misma semana al hacer la compra en un supermercado ilicitano, perteneciente a una conocida cadena de distribución alemana. A la puerta del establecimiento habían dispuesto a una joven, y muy amable empleada, que controlaba el acceso para limitar el aforo, al tiempo que ofrecía a todos los clientes gel hidroalcohólico y guantes de látex. Mientras utilizaba el gel y me enfundaba los guantes, una familia, compuesta por padre, madre y tres niños de entre seis y diez años aproximadamente, intentaba entrar en comandita, cuatro de ellos sin mascarilla, por cierto.

Huelga decir que la encargada del acceso les indicó, de una forma correctísima, que se había establecido la norma de que sólo una persona por familia podía acceder al establecimiento. El pater familias, por no decir el acémila que dirigía a su prole, lejos de seguir la advertencia, que se hacía por el bien de sus propios hijos, se enzarzó en una discusión, utilizando gruesas palabras, con la perpleja chica, que sólo acertaba a responder que esas eran las instrucciones que ella había recibido y no hacía sino cumplirlas.

Creo que no será necesario que les dé ulteriores detalles para que adivinen ustedes que finalmente el jumento, la borrica y los pollinos entraron en tropel al local, campando a sus anchas y disfrutando como burros en un patatar de la hazaña lograda; es decir, de la heroicidad de apabullar a una muchacha e incumplir las normas impuestas para salvaguardar la seguridad no sólo de ellos mismos, sino también del resto de los ciudadanos.

Deberán disculparme el desahogo del párrafo anterior, con el ruego de que un animal tan noble como el Equs asinus me perdone por compararlo con unas personas tan insolidarias. En fin, para retomar los cauces normales por los que se suele conducir esta sección, me gustaría hablarles, precisamente, de la famosa obra del comediógrafo latino Tito Maccio Plauto (Sarsina, 251 a.C.-Roma, 184 a.C.) titulada Asinaria, cuya traducción literal al español es "la comedia de los asnos".

Las comedias de Plauto, y la que nos ocupa no es una excepción, solían ser adaptaciones de textos griegos, como atestiguan los prólogos de algunas de ellas, los comentarios de críticos de la antigüedad y los estudios de los eruditos, que arrancaron en el siglo XIX con los académicos románticos alemanes que buscaban modelos en la tradición literaria clásica.

Asinaria es una obra de teatro escrita, o adaptada como decíamos, para el mero entretenimiento del espectador y su argumento es muy simple: dos jóvenes se disputan el afecto de una prostituta, llamada Filenia; Filenia está enamorada de uno de ellos, Argiripo, pero su madre, una lena, se niega a entregársela si no le paga veinte monedas a cambio de los servicios de su hija en exclusiva por un año. A partir de ahí se desarrollan una serie de cómicas situaciones que no les voy a desvelar por falta de espacio y por si quieren acercarse a la lectura de esta comedia clásica, a través de alguna de las magníficas traducciones comentadas que se pueden encontrar.

En cualquier caso, a pesar de su aparente simplicidad Asinaria es un magnífico texto para ayudarnos a comprender cuáles eran las claves de las relaciones sociales en la antigua Roma, centradas primero en diversas formas de esclavitud: sexual, económica y patriarcal, pero también en el estatus social, la mentira y las apariencias. Poco hemos cambiado en veinte siglos, como habrán comprobado. La "Comedia de los asnos", de Plauto, y algunas actitudes que estamos observando a nuestro alrededor así lo atestiguan.