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José Ramón Navarro Vera

Pandemia, ciencia y política

Uno de los debates que se está produciendo en torno a la crisis del coronavirus es el que argumenta que los efectos de la pandemia, no sólo sobre la salud sino también sobre la economía, hubieran tenido menor impacto «si se hubiera aplicado a tiempo el conocimiento técnico de científicos, médicos, expertos en salud pública, en epidemiologia y en modelos matemáticos de predicción» («La Urgencia de la Ciencia», de R. Yuste neurocientífico y D. Gil doctor en ingeniería eléctrica e informática, «El País» 7/6/2020). Y se afirma que una enseñanza que debíamos de extraer de cómo se ha gestionado la pandemia es la de»elevar la ciencia y el pensamiento científico a las esferas del poder» (artículo citado), no solo para frenar más eficazmente esta y otras pandemias futuras, sino para hacer frente a los grandes retos a los que se enfrenta la humanidad: el cambio climático, los desafíos de la inteligencia artificial, la neurotecnologia, y la biotecnología. Algunos gobiernos, como el de la Francia de Macron, han comenzado a moverse en este sentido.

En realidad, la propuesta de vincular estrechamente la política con la ciencia y la técnica no es nueva. Algunos de los proyectos utópicos más influyentes durante el siglo XIX proponían modelos políticos en los que los científicos y los ingenieros tenían un papel dirigente, como recoge el ideario de Henry de Saint-Simón. Y en los primeros años del siglo XX, Max Weber, uno de los fundadores de la sociología moderna, expuso en diferentes escritos unas reflexiones teóricas sobre las relaciones entre ciencia y política, en especial en los aspectos relacionados con los valores, ética, y fines de ambas, que, a pesar del tiempo transcurrido, no han perdido vigencia.

Sin embargo, durante el periodo de entreguerras (1918-1939) decayó la confianza en la ciencia y en la tecnología que había imperado durante el siglo anterior, dando lugar a la aparición de un pensamiento de la sospecha sobre el progreso científico-técnico; en lo que sin duda, influyeron los horrores de la I Guerra Mundial, la primera guerra tecnológica moderna. Surgen entonces las distopías científicas y tecnológicas, género literario que ha sido definido como lo opuesto a la utopía: el lugar «malo» que suele contener una reflexión crítica sobre las consecuencias del desarrollo científico-técnico. Las distopías desvelaron el lado oscuro de la modernidad: los totalitarismos nazi y bolchevique en los que el poder político se alíó con el de la ciencia y la tecnología, unidos por la voluntad de dominio no sólo sobre la Naturaleza sino también sobre los seres humanos. Este es el trasfondo de «Nosotros», publicada en 1920, primera novela precursora de las distopías científico-tecnológicas modernas. Su autor, E. I. Zamiatin, ingeniero naval, militante bolchevique en los inicios de la Revolución, abandonó Rusia ante la deriva autoritaria que estaba tomando la política del país. En «Nosotros» describe un país regido por un gobierno para el que la ciencia y la tecnología se erigen en instrumentos de legitimación del poder político a través de una «Ciencia del Estado», que promueve un ideal de ciudadano a imagen de la perfección de las máquinas. Esta novela junto con «Un mundo Feliz», de Aldous Huxley, publicada en 1931, constituyen las dos obras paradigmáticas del género distópico durante el periodo de entreguerras.

Como decía al comienzo de este artículo, la reactivación del debate ciencia-política está motivado por la exigencia de mayor rigor de las políticas públicas de salud y en la preparación científica y técnica ante posibles nuevas amenazas de esta clase. Al mismo tiempo se propone que esa nueva relación ciencia-política vaya más allá del ámbito de la salud para establecerse también ante otros desafíos contemporáneos. En principio, parece muy razonable la propuesta. Sin embargo, llama la atención que cuando se plantea la relación entre ciencia y técnica con política, sólo se habla de una mayor implicación de científicos e ingenieros con el poder político, pero no de cómo se debe de controlar democráticamente el desarrollo científico-técnico, lo que exigiría dar respuestas a preguntas como: ¿Cuáles son los fines del progreso de la ciencia y la tecnología?, ¿A quién beneficia?, ¿Quién o quienes deberían decidir sobre su futuro?, ¿Se pueden o deben establecer límites al mismo? Preguntas que en este momento no tienen respuesta porque nuestra sociedad no ha tomado conciencia de los riesgos de un desarrollo incontrolado de la ciencia y la tecnología. La sociedad contemporánea percibe ambas como algo dado, totalmente alejado del debate político. Es una percepción dominada por una concepción del progreso, heredada de la Ilustración, para el que cualquier cambio científico o innovación tecnológica siempre beneficia a la humanidad, afirmación que la misma experiencia pone en duda.

Adela Cortina, entrando en el debate entre política, ética y alternativas científico-técnicas afirmaba: «Es imposible predecir los avances tecnológicos, pero podemos anticipar para qué mundo los queremos («El País» 26-4-2018)» En otras palabras, la tarea de la humanidad consistiría, en primer lugar, en decidir democráticamente en qué mundo futuro queremos vivir, y en segundo, orientar nuestra ciencia y tecnología hacia ese mundo decidido por todos. De lo contrario, corremos el riesgo de que un desarrollo científico-tecnológico desbocado vaya por delante de la sociedad y de la Naturaleza y se encamine hacia un horizonte distópico de totalitarismo tecnológico.

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