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José María Asencio

Nueva normalidad y libertad

Nueva normalidad, cambio social, crisis constituyente, distanciamiento, espacio virtual, teletrabajo etcétera, son términos hasta hace poco propios de la especulación o de un futuro que se adivinaba posible, pero lejano y siempre en el marco de una forma de ser y existir secular, la de un ser humano próximo, que vive en familia y en sociedad, que necesita sus espacios íntimos y preservados de toda intromisión, pero a la vez, cómo no, el calor de un abrazo, un sentimiento de pertenencia a una especie que no es solitaria, sino gregaria.

Todo, de golpe, va cambiando a extrema velocidad, alimentado desde las redes virtuales y los medios de comunicación de masas que logran en un minuto lo que antes costaba siglos, a impulsos de un confinamiento duro que ha ido acompañado de medidas innecesarias muchas veces. Y la vida se presenta, externamente, a punto de ser otra en un entorno atropellado, con un fin poco nítido, con objetivos no revelados, pero tendentes a alterar las relaciones humanas y sociales. Aislar parece ser un bien y así se vende como tal, hoy por la salud que está en riesgo a causa del covid-19 y mañana, quién sabe, por cualquier otra razón, puede que no confesable. El prójimo es mostrado como símbolo de contagio y peligro y la distancia, como expresión de una nueva educación, constituida en un valor superior a los secularmente rectores de la convivencia. No digo con esto, obviamente, que la enfermedad haya sido creada o que las medidas sanitarias no fueran procedentes; que nadie me malinterprete. Solo digo que un mal temporal puede ser y va a ser, salvo que alcemos las voces y los medios de comunicación sean portadores de cordura, utilizado para fines permanentes y que pongan en riesgo la cultura humana, sus rasgos esenciales, lo que han dotado al hombre como especie de sus mejores cualidades.

El teletrabajo se vende como la panacea, como un medio de evitar todo riesgo, como instrumento necesario, indispensable, para la conciliación. Un engaño como otro que terminará con la vida familiar tal y como la conocemos, pues hará lo propio con un hogar convertido en un centro de trabajo en el que convivirán los valores humanos con las siempre inevitables miserias y conflictos laborales. No habrá ocio, sino confusión entre la calma familiar y la vorágine laboral. No habrá horarios, porque la ambición fomentada llevará a ocupar más y más horas convirtiéndose padres e hijos en extraños en una misma casa. La conciliación exige medidas de otra naturaleza, no el sacrificio de lo personal ante lo laboral o profesional, esa pugna entre valores que está cediendo ante lo tangible e inmediato en una sociedad que ahora aprovecha la brecha abierta para penetrar un poco más en el hombre masa, productivo, sometido y solo vivo en el consumo ilimitado. Tiempo al tiempo.

Pasa algo parecido en la enseñanza y, especialmente por lo que me afecta, en la Universidad. La presencialidad, elemento que va ligado indisolublemente a la Institución, que es algo más que una fábrica de titulaciones, es puesta en duda por muchos con visiones que, aunque se escuden en los riesgos de la pandemia, esconden una forma de entender la Academia en la que yo no creo y que, de seguirla, nos conducirá a una Universidad desprovista de su espíritu. Y eso es mucho cuando se habla de esta Institución, cuando degenera en simple centro administrativo.

Sustituir la clase presencial, el contacto humano entre profesor y alumno por un elemento virtual limitado, es un error que, bien entendido, podría ser la culminación de un proyecto como el llamado Bolonia, ya demostradamente falso en su existencia, pero que ha abierto la Universidad a la burocracia, a la suma de créditos y cómputo de horas, a las estadísticas y la «excelencia» solo existente en quienes valoran muy poco este término. Basta ver los exámenes virtuales de estos meses para comprobar que Bolonia era papel mojado y que el profesorado se ha mostrado más dispuesto al control de conocimientos en la forma clásica reforzada por la sospecha más primitiva hacia el alumno, que a la realización de pruebas propias de esa bendecida en el papel evaluación continua que tiene de tal la hipocresía de una Institución en la que ha faltado hace tiempo quien levante la voz para decir que nos movemos en el terreno de la especulación y la distancia entre realidad y engaño. La evaluación continua no existía y se limitaba a un examen parcial más, de modo que cuando ha aparecido la necesidad de hacerla efectiva el profesorado ha reaccionado mostrando una absoluta impotencia para hacer otra cosa que la de siempre y mal hecha. Los fanáticos de la novedad han quedado en evidencia y mucho más los pregoneros de la nueva pedagogía que no practican, pero que les concede prestancia. No dudan en vender humo y practicar la nada. La presencialidad, vista la realidad, es condición necesaria para mantener lo que queda de lo de siempre y poner freno al fracaso colectivo de un modelo inexistente, que no produce universitarios en su sentido más profundo, pero tampoco profesionales preparados para hacer frente a la vida.

La nueva normalidad puede ser el punto y final de una era si acatamos un destino incierto. Puede ser que, de seguir así, el confinamiento sea la vida del futuro. Para evitarlo, debemos volver a la realidad social cuanto antes, aunque el precio sea asumir riesgos medidos. En ello nos va el futuro y la libertad.

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