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Momentos de Alicante

Gerardo Muñoz

Matalino Pusa: el anillo de doña Luisa

Los inspectores José Amat Carbonell y José Carratalá Mira visitaron la casa de doña Luisa Pasqual de Bonanza y Roca de Togores a primera hora de la tarde del lunes 4 de junio de 1888 para investigar la desaparición de un valioso anillo de oro y diamantes.

El inspector Amat tenía 58 años de edad y muchos años de servicio en la policía alicantina (el 22 de enero de 1875 se le había concedido la cruz de tercera clase de la orden civil de Beneficencia por los servicios que había prestado durante la epidemia de fiebre amarilla que había sufrido Alicante en 1870), por lo que se había ganado el respeto de todos sus compañeros y superiores, así como el derecho a no prestar servicios rutinarios o de excesivo esfuerzo físico. Pero como también se había ganado la fama de inspector celoso, eficaz y respetuoso, el comisario le había hecho llamar a última hora de la mañana a su despacho, para encargarle una misión:

-Pepe, le han robado una joya muy valiosa a doña Luisa Pasqual de Bonanza. Quiero que indagues a ver qué ha pasado porque al parecer las circunstancias son algo extrañas y la señora ya me ha visitado dos veces y ha recurrido a importantes amistades, como el gobernador y el alcalde. Te acompañará Carratalá, que ha iniciado la investigación hace unas horas.

De modo que el experimentado inspector Pepe Amat se presentó en compañía del joven inspector Pepito Carratalá, de 26 años de edad, en la residencia de doña Luisa.

Ambos vestían de paisano, Amat con traje y sombrero verde oscuro y Carratalá con traje de color azul marino y sombrero negro. Entre ambos había una diferencia de estatura de un palmo a favor del más joven y de unos veinte kilos de peso a favor del veterano.

Amat tenía cabeza redonda, de pelo escaso y entrecano. Su barba, más tupida y oscura, ocultaba unos mofletes carnosos y disimulaba una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda. Parapetados tras unas lentes de fina montura metálica, sus ojos marrones estaban permanentemente húmedos, como si estuvieran siempre a punto de llorar, confiriendo a su mirada un brillo de bondad que, en ocasiones, desaparecía para dar paso a un fulgor penetrante, capaz de alcanzar con facilidad la parte más recóndita de la mente de su interlocutor. Su voz sonaba con la calma y gravedad de un órgano catedralicio. A primeros de este año de 1888, en el semanario humorístico El Cullerot había aparecido una caricatura suya en la que el dibujante había sustituido su cabeza por la de un bulldog con anteojos.

Carratalá era delgado y alto. Su cabeza recordaba a la de un caballo, larga y estrecha. Llevaba el pelo abundante y negro peinado hacia atrás y adornaba su rostro huesudo con un bigote muy cuidado, rizado en los extremos. Sus ojos negros eran pequeños y estaban muy cercanos a una nariz aguileña; tenían una mirada tan atenta como la de un ave rapaz. Era de poco hablar porque su voz aflautada le acomplejaba; a ella achacaba su soltería.

En casa de Luisa Pasqual de Bonanza

Doña Luisa había nacido 78 años atrás en el seno de una familia doblemente aristocrática. Era soltera y había vivido con su hermana Rosa, cinco años mayor que ella y también soltera, hasta su fallecimiento el 9 de septiembre de 1884. Habían heredado de sus padres varias posesiones: una finca de recreo en el término de San Juan llamada La Princesa y otra en Mutxamel con el nombre de Rocheletes, además de una casa en la plaza del Progreso, otra en la calle Postiguet (donde habían instalado una posada) y otra en el número 4 de la plaza San Cristóbal. En esta última residía ahora, y en ella entraron ambos policías tras ser recibidos por una criada joven, de no más de 22 años, menudita y vestida con un uniforme negro de pechera y cofia blancas.

Carratalá había informado a Amat de que la criada dormía en una habitación de la casa, pero que el día anterior, domingo, había librado. La noche última había dormido en casa de una hermana suya, por lo que había regresado a la residencia de doña Luisa después de que esta ya hubiera echado en falta la alhaja, la cual había visto por última vez en la mañana del domingo, cuando la criada ya se había ido para disfrutar de su día de descanso.

En la residencia de doña Luisa servía también un matrimonio cincuentón, ella de cocinera y él de cochero y cuidador de los animales que había en el establo. Ambos dormían en su propia casa y también el domingo habían librado.

-No estuvieron aquí desde el sábado por la noche hasta esta mañana -le había dicho Carratalá a su compañero.

-¿Y una dama anciana estuvo sola en su casa un día y una noche? -se extrañó Amat.

-La visitó una sobrina, Teresa, que comió con ella, pero al parecer no subió al piso superior en ningún momento, según asegura doña Luisa -respondió Carratalá.

Con el permiso de doña Luisa, ambos policías subieron hasta el primer piso de la casa para inspeccionar la alcoba principal.

Era una amplia habitación con una ventana y un balcón que se abrían a la fachada principal de la casa. Una cama ancha y con dosel reinaba en la estancia con sus cortinas de terciopelo azul recogidas. Sobre la colcha de color azul verdoso había dos cojines grandes y de tonalidad turquesa. Frente a la cama había un tocador con espejo ovalado y un montón de frascos y cepillos, junto al cual estaba el palanganero de madera y una bañera de porcelana. Un enorme armario de nogal tapaba una de las paredes. Entre la ventana y el balcón había una cómoda de madera de cerezo y con numerosos cajones. A este último mueble dirigió Carratalá la atención de su compañero al informarle de que allí se guardaba la joya robada.

-El anillo estaba en este pequeño cofre.

Amat miró la pequeña caja metálica que había sobre la cómoda. Tenía la tapa abierta y el interior estaba vacío.

-¿Estaba abierto? ¿No lo guardaba en un cajón? -preguntó el veterano inspector.

-Doña Luisa dice que lo había dejado aquí encima y que la última vez que lo vio estaba cerrado?, cree recordar.

Amat cogió con cuidado el cofre y lo observó más de cerca con mirada acuosa. Aunque llevaba lentes, cada vez le costaba más captar los detalles pequeños. Ante la atenta mirada del joven inspector, Amat se acercó aún más el cofre, para olerlo con detenimiento al mismo tiempo que cerraba los ojos. A Carratalá se le antojó un experto sabueso olisqueando el rastro de su presa.

Después de dejar el cofre de nuevo en la cómoda, Amat fue hasta el tocador para revisar los frascos que allí había. El joven inspector observó cómo su compañero leía las etiquetas de los frascos e incluso abría algún que otro, para oler su interior.

-¿Qué está buscando? -preguntó.

-Huela el cofre -contestó Amat mientras se separaba con paso lento del tocador y regresaba junto a la cómoda.

Mientras Carratalá cogía el cofre y lo olía, Amat se quedó de pie a su lado, mirando atentamente ora la ventana ora el balcón. Las cortinas de ambas aberturas estaban descorridas, pero mientras la ventana estaba bien cerrada, la puerta del balcón estaba entreabierta.

-¿Y bien? -preguntó Amat cuando el joven dejó de examinar el cofre.

-Es un ligero olor amargo que me resulta familiar, pero que no logro identificar -dijo Carratalá con voz aguda y ausencia de expresión en su rostro aguileño.

Amat asintió mientras se acercaba a la puerta del balcón. Las hojas estaban separadas apenas unos seis centímetros, pero se mantenían unidas por un ganchito desde el interior.

-¿Aceituna, quizá? -inquirió Amat, al tiempo que separaba el gancho de la argolla y abría las puertas del balcón.

-¡Sí, eso es! Huele un poco a aceite de oliva -exclamó Carratalá, manifestando por fin cierto grado de sorpresa.

El balcón tenía poco más de medio metro de longitud y un par de metros de anchura. La tarde era soleada, un suave viento transportaba olores diversos provenientes del mar, del Benacantil y de los hornos y las fábricas de la ciudad. Varias mujeres llenaban sus cántaros en la fuente de cuatro caños y rematada con una figura femenina que había en la plaza de San Cristóbal. Sus voces y sus risas se oían francas y alegres.

Amat miró hacia el suelo y también hacia el techo. Carratalá observó:

-El ladrón pudo escalar desde la calle o descolgarse desde la azotea, pero el caso es que doña Luisa asegura que la ventana siempre ha estado cerrada y el balcón tal como lo hemos encontrado. De manera que ninguna persona pudo entrar en el dormitorio por aquí. Tampoco oyó ningún ruido extraño.

Suspiró Amat antes de decir:

-Esto no es obra de un ladrón cualquiera. Quien entró para hacerse con lo que había en el cofre no precisó ganzúa y fue raudo porque probablemente sabía dónde buscar.

Carratalá miró a Amat a los ojos y concluyó:

-No va a ser fácil atrapar al ladrón, no.

www.gerardomunoz.com

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