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Joaquín Rábago

La monarquía, en entredicho

Han bastado unas pocas palabras para que el líder del PP haya vuelto a demostrarnos la singular concepción que tiene - y que otros muchos parecen compartir con él- de los límites del debate político en una sociedad democrática.

"No se puede tolerar que el vicepresidente (Pablo Iglesias) pida la abdicación del Rey. Pedro Sánchez no puede seguir callado, tiene que rechazar ese tipo de peticiones", ha dicho tajante el principal dirigente de nuestra derecha.

Por lo que he leído en la prensa, Iglesias se refirió a la imposibilidad de "desvincular los presuntos delitos cometidos por Juan Carlos I de su condición de rey" y a lo difícil que resulta "ignorar que la legitimidad de la monarquía descansa en la filiación".

Nadie discute que el hijo sea o no un "patriota", palabra por cierto muy gastada últimamente, pero ocurre que la monarquía es una institución hereditaria y, por lo que sabemos, aquél a quien el actual monarca debe por filiación su puesto no haberse distinguido, a juzgar por su comportamiento, por tal condición.

A menos, esto es, que entendamos por "patriota" a alguien que cobró, según la fiscalía ginebrina, millones de dólares de las monarquías feudales del Golfo, sobre todo de una tan poco respetuosa de los derechos humanos como la saudí.

Alguien que además no declaró al fisco del país del que era jefe de Estado el dinero recibido por su intermediación en el contrato del AVE entre Medina y La Meca -algo que en otras partes se llama "corrupción"-, sino que lo ingresó supuestamente en un banco suizo, del que fue luego retirando, mes tras mes, ingentes cantidades para sus gastos particulares.

Y que, una vez que cerró la cuenta, que estaba a nombre de una sociedad instrumental en Panamá, uno de esos paraísos fiscales utilizados por tantos " patriotas" para evitarse la molestia de tributar a Hacienda, hizo entrega de los 60 millones de euros que quedaban en ella a su amante de entonces, la alemana Corinna Larsen, según testimonio de ésta.

En cualquier sociedad democrática, el conocimiento de todos esos hechos habría provocado un inmediato debate en el Parlamento, en la opinión pública y en los medios, incluso en tiempos como éstos, dominados por el miedo a la pandemia y a sus dramáticas consecuencias sociales y económicas.

Muchos políticos y opinadores han optado, sin embargo, por pasar de puntillas por todo este asunto como si les quemara de pronto las manos, o han decidido culpar directamente al mensajero por enturbiar la bonita leyenda del rey que salvó un día nuestra democracia.

No hemos tenido, es verdad, los españoles demasiada suerte con nuestros Borbones: basta recordar a Fernando VII, el rey felón, a su viuda y regenta María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, a su hija, Isabel II, la "de los tristes destinos", a los dos Alfonsos€

Y si la monarquía ha logrado salvarse como institución, a diferencia de otras, como la alemana, la austrohúngara o la Italiana, barridas por el vendaval de la historia en alguna de las dos guerras mundiales, ha sido gracias a su restauración por un dictador, algo de lo que no puede precisamente enorgullecerse.

Durante mucho, demasiado tiempo, decidieron aquí los medios mirar para otro lado mientras el hoy rey emérito se dedicaba a sus amantes y a sus poco transparentes negocios, no dando precisamente el mejor ejemplo con esto último a ciertos miembros de su familia.

Se ha dicho muchas veces que la corona es la mejor garantía de la unidad de España. Pero ¿hemos de extrañarnos, a la vista de lo ocurrido, de que los independentistas catalanes, vascos y muchos otros ciudadanos de este país, viven donde vivan, se sientan defraudados por esa institución?

Como señala el catedrático Javier Pérez Royo, la legitimidad de origen histórico no basta para continuar justificando la existencia de la monarquía. En democracia, ésta requiere una "legitimidad de ejercicio", que sólo puede obtenerse de su sintonía con la opinión pública. Y aquí hace tiempo que el CIS no pregunta a los españoles su opinión acerca de la monarquía. ¿Será por algo?

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