Era inevitable que Pablo Casado cargara contra los votantes gallegos, por apoyar al eterno presidente de la Xunta con mayor vigor que al efímero presidente del PP estatal. Sorprende sin embargo que haya extendido su decepción a los electores vascos, que en nada le han ofendido puesto que se han limitado a ignorar olímpicamente a sus candidatos. Porque cuando Casado dice «Bildu», «separatista» o «inconstitucional», hay que traducir siempre por « Feijóo». Así se entiende mucho mejor la furia disparatada del ilustre perdedor.
Cuesta entender a qué viene el énfasis de Casado por ahondar su doble derrota del domingo, mascullando su descontento con las reglas del juego en que participa libremente. Emite su «algo está haciendo mal la sociedad española» o su «fracaso del Estado» o su «lo que está pasando no se puede permitir» en una distante tercera persona que ayuda a explicar sus derrotas. Se expresa desde el elitismo disculpable en un Ortega, pero más difícil de encajar en un político dotado de un currículum académico tan sospechoso que fue examinado por el Supremo en la vía penal.
Dispuesto a seguir equivocándose con su ímpetu actual, Casado tiene un problema con los votantes. Lo comprobará cualquiera que repase sus resultados en las dos elecciones al Congreso del año pasado, los peores del PP en su larga historia. Dado que los ciudadanos han desarrollado una inmunidad intolerable a las soflamas del presidente popular, tal vez convendría someterlos a una sesión de electroshock antes de acceder al colegio electoral, en la esperanza de que esta herramienta drástica ilumine su inteligencia hacia la papeleta conveniente. Es complicado encontrar a españoles, porque los votantes de Bildu y BNG también lo son, de quienes el jefe de la menguada oposición no tenga que avergonzarse. El votante ideal de Casado se parece mucho a Casado, y no abunda la gente así.
