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Tribuna

Agar y la libertad

Ahora que está presta a clausurarse una amplia y bella exposición de mi amiga Agar Blasco, ajetreada por esto del maldito covid-19, llega el momento de los recuerdos. Recuerdos inevitables en un setentón que analiza los tiempos vividos al estilo nerudiano: «Hoy es hoy y ayer se fue». Cuando mi hija Laura era un parvulito de apenas cuatro años y marchaba todos los días a la Escuela Infantil, el coche conducido por Concha se detenía casi siempre ante el semáforo en rojo, como no, de la esquina de la antigua cárcel de Benalúa, donde los de siempre dejaron morir a Miguel Hernández. Allí, en la pared, tras un pictórico y sentido homenaje al poeta de Orihuela («tu pueblo y el mío»), un artista había dejado un expresivo dibujo en el que se leía el final de una poesía premonitoria de Miguel, Las cárceles, extraído de un libro dedicado a su amigo Pablo Neruda, El hombre acecha, acabado casi al final de la guerra, presto a publicarse y que a punto estuvo de perderse en el limbo de los libros olvidados: «Un hombre aguarda dentro de un pozo / sin remedio, / tenso, conmocionado, con la oreja / aplicada. / Porque un pueblo ha gritado, ¡libertad!, / vuela el cielo. / Y las cárceles vuelan».

Concha, ¡ay!, ya no está. La antigua cárcel franquista, afortunadamente, tampoco. Ahora ocupa aquel siniestro lugar los Juzgados de Alicante. Y Laura, flamante diputada socialista, sí está. Y con ya cuarenta años todavía recuerda aquellos versos que la marcaron en su infancia. Desde la llegada de la democracia podemos admirar en los jardines que dan entrada a las salas de Justicia, antaño ocupadas por las celdas, una bella e implacable escultura metálica, oxidada, en homenaje al martirio sufrido allí por Miguel Hernández. Es una obra alegórica de Agar Blasco que se asemeja a la proa de un barco siempre dispuesto a partir hacia la libertad, como lo consiguió el Stanbrook capitaneado por el británico Archibald Dickson, el mismo que acogió a casi tres mil republicanos que desesperaban en el puerto de Alicante prestos a ser detenidos por las tropas italianas aliadas de Franco.

Agar, cuando vuelve a Mutxamel, la tierra de su padre, el ceramista y escultor Arcadi Blasco, que tampoco está ya y bien que lo echamos en falta, gusta de pasearse por el lugar y comprobar cómo su obra mantiene el espíritu vivo y rebelde con el que se inspiró y la materializó. Obra, como he dicho en metal, que es una de las fuentes de la interpretación artística de esta profesora que trabaja con igual acierto la cerámica, la fotografía o la pintura. Sus obras, impregnadas de un halo misterioso, casi fantasmagórico, nos recuerdan fugazmente aquellas ciudades metafísicas de Chirico y Carrá, interiorizadas en la amable Ferrara de los Finzi Contini que escribiera Bassani. Donde las ciudades, con sus arcos por los que no pasa nadie, son testigos inmóviles de un pasado que antaño pudo ser victorioso y que en la actualidad ha quedado como mudo testigo del vacío, de la nada.

También quedan muy señaladas en la obra de Agar -bello nombre de mujer bíblica con la que Abraham procreó a su hijo Ismael- unas espectrales escaleras, al modo de los antiguos templos mayas, que algunos críticos de la obra artística de Agar intuyen que no conducen a ninguna parte y que, en mi opinión, llevan a la libertad. Una libertad que se adivina aunque no se explicite porque no es tan fácil hallarla y disfrutarla.

Agar, vuelvo a ella, es una persona a la que estimo. Como quiero a su hermana Sara (una curiosa broma bíblica de sus padres, los artistas Arcadi y Carmen). A veces, en las veladas nocturnas de Bonalba, el refugio mutxamelero y campestre de la familia, que se organizan cuando las chicas Blasco se acercan periódicamente por la terreta y convocan a los amigos, las cocas típicas del lugar y el vino de Monóvar se mezclan con disquisiciones sobre cine en el que Agar nos da la paliza sobre los filmes de Jim Jarmush, tristón e insoportable para mí, y sobre las maravillas que filmó Renoir o los hermanos Coen (en eso sí estamos de acuerdo). Agar nos suele encandilar con sus disecciones sobre la escultura minimalista de Richard Serra y sus trabajos con acero corten, al que considera un Maestro, con mayúscula. En esas noches fresquitas ma non troppo del agosto mutxamelero siempre se escucha música, frecuentemente de los Beatles a los que Agar siguió desde su más tierna adolescencia (ayer, como aquel que dice) sin despreciar el concierto nº 21 mozartiano conocido como Elvira Madigan y que su padre solía interpretar para sus amigos y sus recuerdos en aquel viejo piano que todavía resuena, cada vez menos, en la casa solariega de los Blasco.

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