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Joaquín Rábago

El fiscal general de EEUU, el Carl Schmitt del trumpismo

Alguien ha calificado al actual fiscal general de EEUU, William Barr, como el Carl Schmitt del trumpismo no sin un punto de exageración porque no tiene aquél el genio del teórico alemán del Estado de excepción bajo el Tercer Reich.

En lo que sí tienen razón sus cada vez más numerosos críticos es que Barr ha logrado transformar en poco tiempo el ministerio de Justicia de su país en una especie de bufete legal al servicio exclusivo de un solo cliente, el presidente de EEUU.

Se ha servido, esto es, de ese departamento del Gobierno federal para cumplir las exigencias tanto personales como políticas de un presidente al que no ha hecho, desde que fue nombrado para ese puesto, sino obedecer servilmente.

Sus únicos objetivos al frente del ministerio de Justicia son suprimir cualquier pesquisa que pueda resultar comprometedora para Trump, sus familiares y amigos, e investigar, por el contrario, a los rivales políticos del republicano para encontrar algo que utilizar en contra suya.

Como escribió Joan Walsh en la revista The Nation, Barr se ha vuelto cada vez más descarado en sus intentos sistemáticos de subvertir la legislación del país en beneficio exclusivo del Presidente.

No otra cosa hizo el fiscal general al permitir, por ejemplo, que la Guardia Nacional, los miembros de las Fuerzas Armadas y de la policía limpiaran las calles próximas a la Casa Blanca de manifestantes pacíficos.

Abusando claramente de su poder, el Presidente había exigido que le dejaran libre el camino para hacerse fotografiar biblia en mano frente a una iglesia protestante próxima a su residencia.

El tiro le salió, sin embargo, a Trump por la culata porque no sólo muchos hombres de Iglesia sino también prestigiosos ex jefes militares le reprocharon tan indecente atropello del derecho de expresión de los manifestantes como la hipocresía de tomar el nombre de Dios en vano.

El columnista conservador George Will calificó en cierta ocasión al Presidente de “bufón maligno”, un bufón especialmente peligroso no sólo por el poder que le concede el cargo sino también porque está rodeado de hipócritas incapaces de decir que el rey está desnudo.

Nada en efecto más penoso que ver a personajes como el veterano líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, o al también senador Lindsay Graham impedir que se investigaran en esa cámara los abusos de un presidente que, como el soberano sobre el que teorizó en su día Carl Schmitt, se considera por encima de las leyes.

Siempre a su servicio, el fiscal general Barr no ha dudado en despedir, uno tras otro, a seis inspectores generales, debilitando de esa forma la capacidad de control institucional de los abusos que puedan cometer el Presidente o el resto de los miembros del Ejecutivo.

Perfecto espécimen, igual que Trump, de la mayoría blanca de un país cuya propaganda ha intentado presentar siempre como un “gran crisol de razas”, Barr se empeña en negar que exista en el país “un racismo sistémico”, que se manifiesta, sin embargo en el comportamiento muchas veces criminal de la policía.

Estados Unidos ha sido siempre un país racista: lo ha sido con los indígenas, primero, y luego por etapas con los inmigrantes irlandeses, con los polacos, con los judíos, con los chinos y japoneses, por supuesto también con los mexicanos y a lo largo de toda su historia con los esclavos de África y tsus descendientes.

Pero si algo resulta cada vez más evidente es que, acostumbrada desde siempre a gobernar e imponer su voluntad,, la que ha sido hasta ahora mayoría blanca se siente cada vez más amenazada y experimenta una ansiedad creciente ante la nueva pujanza de las minorías de color: tanto la afroamericana como la latina o hispana.

Y, por muchos muros que Trump quiera erigir en la frontera sur y pretenda hacer además pagar a otros, esas minorías tienen la natalidad y el tiempo de su parte.

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