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Antonio Ortuño

Sé generoso

La publicidad, al contrario de lo que podríamos imaginar, es tan antigua como lo son las primeras civilizaciones humanas. Los egipcios en papiros, los babilónicos en tablillas de arcillas y los griegos usando los voceadores o pregoneros ya trasmitían a los consumidores, potenciales compradores, las bondades de tal o cual producto. Y es que el marketing, como conjunto de técnicas, medidas y estudios que tienen como objeto la comercialización y venta de un producto, existía mucho antes que la palabra que lo define. Para muchos publicistas la primera estrategia de marketing de la historia ocurrió en el momento en que Dios les comunicó a Adán y Eva que la única condición para entrar en el paraíso era no comer la manzana del árbol prohibido. La medida fue todo un éxito; la fruta prohibida fue consumida. Esta estrategia de venta ha sido copiada por muchas empresas publicitarias y la técnica de ligar lo prohibido a aquello que quiero vender sigue siendo una fórmula muy atractiva y recurrente.

Decía Oscar Wilde: «La única forma de vencer a la tentación es dejarse arrastrar por ella». Desde tiempos remotos, el ser humano, siempre se ha sentido atraído por aquello que no está al alcance de su mano; no en vano esta atracción, la curiosidad humana, para muchos antropólogos, fue, es y será el motor de la evolución del Homo Sapiens. Una fuente inagotable que despierta la curiosidad y la atracción de nuestra especie ha sido y sigue siendo todo aquello que como sociedad catalogamos como prohibido. Cuando algo o alguien se presenta ante nuestros ojos con el cartel de prohibido, inmediatamente nuestro lado más aventurero se activará para conseguir el reto. Lo vetado nos seduce y nos atrae. En nuestro día a día podemos encontrar muestras que ratifican esta última afirmación; por ejemplo, basta que un libro sea censurado por cualquier motivo para que despierte nuestro interés por él; basta con que el médico nos prohíba algún alimento para que se convierta en el más apetecible y otras veces basta con que se nos presente un amor como imposible, para que la atracción hacia esa persona se vea multiplicada.

¿Por qué no están calando las campañas publicitarias para evitar la expansión de la pandemia? ¿Por qué, pese a quien pese, seguimos llamando a la puerta de todo lo prohibido? ¿Por qué jóvenes y menos jóvenes siguen asistiendo a bares y celebrando bodas, bautizos, botellones, barbacoas y banquetes saltándose la obligatoriedad de llevar mascarilla y de guardar la distancia mínima para impedir la propagación del virus? ¿Por qué nuestro jóvenes-adolescentes y los adolescentes-adultos siguen llenando pubs y discotecas olvidándose de sus obligaciones contra la pandemia? ¿Por qué cualquier miembro de una familia es capaz de olvidarse de todo, de su salud, la de sus seres queridos y de sus obligaciones como ciudadano y salir a la calle con toda naturalidad a celebrar y festejar el logro deportivo de su amado equipo de fútbol? En cualquier situación, estoy seguro de que, excepto los que ya se encuentran bajo los efluvios del dios Baco, todos los demás siguen siendo muy conscientes del problema y que inevitablemente se hablará del coronavirus, de los rebrotes, de lo adecuado o no de la mascarilla, de lo oportuno o no del distanciamiento de los alumnos en el aula para el próximo curso escolar,? aunque sea por un breve espacio de tiempo, el covid-19 debe de seguir estando presente en sus conversaciones y por desgracia alguien también lo lleva presente en su cuerpo, en sus células, como el invitado que nadie quiere que vaya a su fiesta. ¿Entonces?

Entonces sabemos de publicidad, vaya si sabemos. Sabemos, aunque solo sea por experiencia personal, el influjo que tiene lo prohibido sobre nuestros actos. Sabemos que, al menos el 40% de los nuevos rebrotes del virus tienen su origen en encuentros familiares. Sabemos lo que supone para la economía de nuestro país los nuevos casos de contagiados. Sabemos lo que puede ocurrirle al peluquero, al panadero, al dependiente de la tienda de ropa, al ferretero de nuestro barrio si el número de contagios se descontrola. Sabemos cómo se siente esa abuela de Totana en Murcia, confinada otra vez en fase 1 que, con lágrimas en los ojos, nos cuenta que otra vez no puede ver a sus nietos ni tan siquiera escaparse a la playa el domingo, con la que está cayendo. Sabemos que somos víctimas, protagonistas y verdugos de esta pandemia que nos azota en pleno siglo XXI. Sabíamos y sabemos que, una vez finalizada la colosal labor de nuestro sistema sanitario, la responsabilidad recaería y recae sobre nosotros.

Quizás no supiéramos que podríamos ser tan egoístas. No es momento de preocuparnos por ese sentimiento que nos señala como personas poco responsables e inconscientes, se cura. Se cura poniéndote la mascarilla, guardando la distancia mínima de seguridad, dejando celebraciones para más adelante y poniendo tu grano de arena para evitar la expansión del virus. Sé altruista, no lo hagas por ti, hazlo por todos los que te rodean, conocidos y extraños, por aquellos que amas y por todos aquellos que forman parte de tu vida. Sé generoso.

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