Antes de la subnormalidad actual, el ruido de los maletines con ruedas llegaba desde atrás, como los remordimientos, fuéramos nosotros los que los lleváramos o fueran otros los que nos alcanzaban en su tránsito con prisa de turista siete días seis noches o de auditor dos días una noche. Los que arrastran la maleta con ruedas siempre llevan prisa y andan a una velocidad impropia de transeúntes, como si el trolley fuera una batería que les carga una energía superior a la propia en humanos.
Respeto al trolley, el baúl era un dinosaurio enterrado en un sótano y la maleta de asa un antepasado que residía en el trastero. El trolley -esa carretilla que tardó siglos en convertirse en maleta, esa maleta que necesitó cien años de turismo para que le salieran ruedas- era una valija que llevaba una vida ajetreada y dormía, poco, en los altillos, siempre tan dispuesta a salir del armario como la ropa de diario y las identidades.
A esta ave de altillo, que ha dejado de volar en bandada en aviones, de rodar por aeropuertos y estaciones, de subir a taxis y coches de alquiler, ya no se la oye como se la oía en este mundo con pocas puertas de embarque, escasos mostradores de facturación y baja ocupación en los hoteles. «Es temporal», nos repetimos, con un pellizco de miedo a que el trolley acabe guardado junto a la fondue.