Hace dos semanas, encaramado en el tejado de la bodega, mientras oteaba el incendio que a escasos dos kilómetros de donde yo estaba devastaba parte del bosque de mi pueblo, pensaba en Azorín. Enfrente de mi atalaya, a tiro de piedra, está la pedanía del «Collado de Azorín». Un lugar bucólico y apacible donde el escritor pasó los veranos hasta 1936. Herencia de su madre, escribió allí varios libros y bellas páginas cargadas de evocadores cuadros, donde la naturaleza y los objetos de la casa, con sus nombres casi en desuso, resucitaban de su sabia mano. Largos paseos con su hermano Amancio por los parajes de Alforins, la Forna y la Gralla -de esta última dijo Don José María Román que era el paraíso del perdigote- hoy calcinados, le sirvieron de inspiración. Tierra de secano, con cientos de hectáreas de viñedos de Monastrell, olivos y almendros, están todavía rodeados de laderas repletas de pinos frondosos y monte bajo seco como la pólvora. Los fuegos estivales quedaron recogidos en el diario de Bernardo Rico, capataz de las fincas de la familia Martínez-Ruiz, que en 1898 escribió: « Estuvo todo el día el Coto de Monóvar quemando, pero mui de veras». Luego Bernardo se refiere al propio Azorín y dice: «Se quedó el señorito Pepe el domingo en el Collao».
