Las mascarillas de diseño equivalen a los grilletes de autor, y solo confirman que el instrumento de tortura debe prevalecer sobre cualquier debate sanitario. Tampoco significan una novedad. Mientras las iraníes que se levantan el velo ingresan en prisión, las marcas de lujo del planeta diseñan hiyab o niqab de elevado precio y confección. Los colectivos reivindicativos ni siquiera se plantean la protesta ante este agravamiento de la esclavitud de la mujer, porque ya se sabe que el Islam es la única religión verdadera y feminista.
Si la mascarilla era imprescindible, un dato que no viene refrendado por los datos de contagios desde que fue impuesta, debería ser obligatoria en una única variante uniformada, al igual que ocurre en los hospitales, prisiones y ejércitos que sus proponentes desean como modelo de convivencia. Al tratarse de una coacción incompatible con las libertades más elementales, también debió ser asignada durante un plazo concreto aunque fuera revisable. La única gracia de las mordazas de diseño se aprecia cuando alguien puede negarse a llevarlas. Agravar la indumentaria obligatoria con la falacia estética no demuestra la cantarina adaptación del ser humano a la adversidad que persiguen los risueños, solo confirma la frivolidad de la epidemiología de diseño.