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Higinio Marín

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Higinio Marín

El baño

El hombre es un mamífero terrestre al que le gusta retozar en el agua. Esas pretensiones anfibias de nuestra especie dan lugar a la mayor de todas las migraciones estacionales en el reino animal hacia las riberas de las grandes masas acuáticas del planeta.

Es cierto que se trata de una costumbre relativamente reciente, pero la imposibilidad física de vivir lejos de una fuente de agua ha servido de ocasión para una enorme variedad de relaciones con el agua tan antiguas como la historia de nuestra especie. Así que esa dimensión simbólica o cultural no ha hecho más que multiplicar los sentidos en los que el hombre no puede vivir lejos del agua.

De hecho, llevar el agua a algún lugar es tanto como hacerlo habitable y convertirlo en fértil porque allí todo puede creer y multiplicarse. Donde hay agua hay tiempo disponible, es decir, futuro. Por algo buscamos fuentes de agua en los lugares de nuestro planeta o de cualquier otro planeta que exploramos.

Pero en muchos lugares el agua es un bien escaso que hay que conducir trabajosamente y a través de largas distancias o almacenar con cuidado. En esas condiciones se hace visible un rasgo tal vez común pero menos explícito en cualquier otra circunstancia: el baño es, para empezar, una celebración de abundancia. Se trata de la celebración de una riqueza primordial, a saber, la del elemento del que depende toda supervivencia, prosperidad y bienestar.

De ahí que «caudal» sea tanto la abundancia de agua que conduce un torrente o un río como la riqueza disponible por un sujeto. Y otro tanto ocurre, por ejemplo, con «raudal» que significa directamente abundancia en general y en primer lugar de agua. Disponer de un caudal de agua, sobre todo si es para el baño, es un completo lujo al que nos hemos acostumbrado, pero que pese a su popularización sigue siendo una de las formas elementales de sofisticación civilizatoria.

Así que en el baño hay el ejercicio de un afortunado señorío consistente en la disponibilidad de agua y de vida de la que disfrutaban los habitantes de las riberas, los señores de oasis y los ciudadanos romanos en sus termas; y de las que todavía disfruta casi inconscientemente el desprevenido bañista playero cuando se introduce en el mar: el poder de entrar y salir de las aguas abundantes y disponibles.

Pero lo anterior pone al descubierto otra clase de riqueza implicada en la disponibilidad de agua: el baño no solo requiere un cierto caudal de agua, sino la posesión de vida «a raudales», al tiempo que parece producirla o regenerarla. De ahí, seguramente, que la fascinación por las inmersiones acuáticas tenga precedentes tan antiguos como nuestra memoria, y que arrebate en mayor medida a los que disfrutan de mayor vitalidad, y a los niños en primer lugar.

La inmersión acuática es una especie de regreso al seno o a la «fuente» de la vida, al elemento líquido que la nutre y repone volviéndola al principio. Santo Tomás recomendaba un buen baño caliente y dormir como parte de las soluciones contra las tristezas y los decaimientos sobrevenidos. En efecto, el triste rehúye el baño como rehúye interiormente la posibilidad de poner pie firme en lo nuevo y volver a empezar.

Ese regreso renovado al principio de las cosas y más en particular de las vivientes se cumple cada vez que alguien dice sentirse «como nuevo» por los efectos regeneradores del baño. Hasta el desapercibido bañista sale de las aguas repuesto, en efecto, pero repuesto en el principio, renovado y como a salvo del daño del tiempo y del cúmulo pesado de la vida.

Por eso resultan tan sugerentes las asociaciones con el sueño que rodean al baño. Ciertamente, para muchos el baño señala a diario la frontera entre el tiempo del sueño y el de la vigilia como si el agua mediara entre ellos. Pero no se trata solo de esas analogías limítrofes entre uno y otro, ni del tópico -bastante real- de que el baño produce sueño por ese derroche de vitalidad que induce. Sino de que parezca que el baño nos acerca al principio al que también nos regresa el sueño: la paz del principio restaurado y vuelto a hacer nuevo.

A esa inocencia se vuelve mediante la limpieza que elimina las manchas y fealdades sobrepuestas y es la representación simbólica de un renacimiento. Eso es lo que representan todos los ritos acuáticos de purificación como los baños sagrados en el río Ganges, las abluciones islámicas o el bautismo cristiano, que toman los efectos naturales del agua como signo de los efectos espirituales de la purificación y el perdón.

Quedar cubierto por las aguas es volver a la indiferenciación de lo informe, de lo que carece de forma propia como el agua. Por eso, resurgir de entre las aguas es como volver a la propia realidad una vez repuesta en su forma primera y esplendorosa. Y eso mismo es lo que significó para el mundo el diluvio en las numerosas tradiciones culturales que lo mencionan: la recreación purificada del mundo.

Además, el agua limpia y nos reduce a nuestra desnuda realidad. Seguramente por eso también decimos haber dado un buen baño a quien ponemos en su lugar, chorreando los oropeles mojados con los que se había adornado. Pero esa desnudez es la ocasión para, tal vez, el más grato de los efectos del baño estival: el verano hace habitable el agua y ésta hace habitable el verano.

El baño suspende y modifica las condiciones físicas de nuestra presencia corpórea en el mundo. Encontrar refugio en el agua frente a la tórrida combinación veraniega de la luz, la tierra y el aire, es como encontrar una fórmula perfecta de habitabilidad del mundo desde y en el agua, desde esa líquida abundancia de nuestro planeta que reestrena nuestra vitalidad.

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