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Gatopardismo eclesial

La lucha de la Iglesia por combatir la pederastia en su seno

El Vaticano, un año después de la cumbre que celebró para sentar las bases de la futura protección a menores de abusos sexuales por parte de religiosos, acaba de publicar un manual para actuar ante estos casos en todas las diócesis del mundo. Con ese vademécum pretende simplificar el hecho legal de cada proceso -una especie de ayuda jurídica canónica- y adquirir un conocimiento palmario de este tipo de acciones arcanas y delictivas de sacerdotes y otros miembros clericales; asimismo se intenta vedar la conducta del avestruz practicada por algunos obispos al obviar la realidad existente, aduciendo falta de conocimiento sobre estos abyectos procederes. A partir de la película de Luchino Visconti, "El Gatopardo", se popularizó una paradójica locución: "Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie" y desde entonces se conoce como gatopardista al que inicia una transformación de algo pero que, en la práctica, solo intenta maquillar de manera superficial una costumbre instituida, conservando adrede la esencia de la misma. Algunas fuentes fidedignas han llegado a calificar a la Santa Sede con este apodo, ya que aunque el actual pontífice pida evitar lo que el mismo denomina "gatopardismo" e insista de manera machacona en acabar con la pedofilia, evitando los meros retoques cosméticos, no parece vencer en la batalla de finalizar con la inclinación erótica de alguno de sus subordinados hacia los púberes. Con seguridad, estas conductas viles practicadas por personas consagradas a Dios fueron habituales a lo largo de la historia, siendo las principales ubicaciones del delito los seminarios, colegios religiosos y orfanatos, donde los eclesiásticos suelen ostentar un gran poder sicológico sobre sus acólitos y, por su parte, los afectados silencian con frecuencia lo ocurrido dado su matiz vergonzante. Ha sido habitual encubrir las denuncias practicadas, adoptando en todo caso posturas tibias cuando el escándalo era notorio ofreciéndose a colaborar con la justicia o trasladando de parroquia a los sospechosos pederastas para evitar su detención y ulterior juicio, con el riesgo que ello supone para los nuevos feligreses. Desde el comienzo de su pontificado el papa Francisco expresó sentir vergüenza y dolor ante tales desmanes -a los que calificó de crímenes- e intentó poner en orden la conducta permisiva de sus predecesores de mirar para otro lado y de enmudecer los abusos, llegando incluso a pedir "asunción de responsabilidad" para los culpables y para los encubridores al evitar que aquéllos fueran juzgados por los tribunales. Así y todo el dilema subsiste y en muchas coyunturas se siguen obstaculizando las investigaciones a pesar de la cada vez más frecuente visibilización de este conflicto en los medios de comunicación. Confirmar estos sucesos suele ser arduo y laborioso, pues las diócesis son remisas a facilitar información al respecto y si lo hacen es porque se ven obligadas ante casos indudables puestos al descubierto. Según las organizaciones de víctimas implicadas en este tipo de transgresiones, a día de hoy no se han producido avances significativos en su ocultación, culpando de ello a la curia vaticana -compuesta por una oligarquía de gerontes-, a pesar de los memorandos que se emiten como el señalado al comienzo del artículo. Por mucho que se predique, parece notorio que no todos los que deben de orientar espiritualmente a sus fieles están capacitados para cumplir el precepto del celibato católico, al que se someten voluntariamente con el voto de castidad, por lo cual resulta evidente, si de verdad se quiere solventar el problema, la necesidad de establecer un control de acceso a las vocaciones con el fin de no permitir el posterior escándalo de una doble vida. Por supuesto, hay que enfatizar la conducta ejemplar de aquellos homosexuales religiosos que se mantienen castos, ¡porque de todo hay en la viña del Señor!

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