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La cancelación de la Monarquía

A la Corona se le está aplicando el mismo criterio que a las estatuas de Colón y Churchill

Un nuevo fenómeno se extiende por todo el mundo. Tomado directamente del inglés, se le llama "cultura de la cancelación", aunque en español no tiene el mismo significado. El diccionario Cambridge, en una de sus acepciones de "cancel", dice: "Rechazar completamente y retirar el apoyo a alguien, especialmente porque ha dicho algo que te ofende." Esa acepción no existe en nuestro idioma. La sentencia de "cancelación" ha sido ejecutada en Estados Unidos con el derribo de estatuas como la de Colón, en Francia con la petición de retirar la obra de Víctor Hugo de escuelas y bibliotecas, o en Gran Bretaña con ataques vandálicos al monumento a Winston Churchill.

En España también ha habido gamberradas hacia símbolos del pasado. Pero el mayor acto de "cancelación" se le ha aplicado a la Corona. Y, por ende, también a la Transición democrática, aquel decisivo momento de la historia de España en el que, hace ya más de cuarenta años, se estableció la monarquía parlamentaria como "forma política del Estado español". En España han proliferado los Saint Just, aquel "arcángel del terror" de la Revolución francesa, que proclamó durante el proceso a Luis XVI que "nadie puede reinar inocentemente".

Es decir, que por el mero hecho de ser rey ya se es culpable, que igual que se hereda el trono se heredan los crímenes de los antepasados. Igual que los cristianos heredan el pecado original desde que el mundo es mundo. Que la Monarquía es una institución arcaica y trasnochada en el siglo XXI es evidente. Que la razón demostró que nada más irracional y antidemocrático que ostentar la Jefatura del Estado por razón de consanguinidad no se puede dudar. Pero lo cierto es que todos los cambios de régimen político se han producido por imposición, tras sangrientas revoluciones y en medio de circunstancias extremas. Con una salvedad, la transición española que llevó de la dictadura a la democracia. Claro que el debate monarquía/república se puede plantear. Sólo faltaría. Pero resulta suicida plantearlo en una situación como la actual, en medio de una pandemia sin precedentes en la historia reciente y una crisis económica desbocada cuyas consecuencias somos aún incapaces de atisbar.

No es el debate que necesita España en un momento como este de urgencias tan apremiantes. Un país que ni siquiera consigue ponerse de acuerdo sobre la prohibición de fumar en la calle no se va a poner de acuerdo sobre un cambio de régimen político. En un intento de calmar las ansias devastadoras de la "cultura de la cancelación", el expresidente Obama, poco sospechoso de conservadurismo, afirmó que "las personas que hacen cosas buenas también tienen defectos". Y añadió, con ese lenguaje cándido, dulzón y cursi tan del gusto de la sociedad americana, que "la gente contra la que estáis luchando podría amar a sus hijos y, ¿sabéis?, compartir ciertas cosas con vosotros". De las palabras de Obama se desprende que no podemos hacer una enmienda a la totalidad a personas tan decisivas en nuestra historia como Winston Churchill, Cristóbal Colón, Fray Junípero o -¿por qué no?- el rey Juan Carlos. Por supuesto que el Rey debe someterse a los tribunales, por supuesto que hay que acabar con la impunidad de la Monarquía -y la de los políticos, de paso-, por supuesto que hay que exigir transparencia a la Jefatura del Estado.

Pero alguna responsabilidad tenemos que reconocer al Rey en los cuarenta años más estables y prósperos que hemos vivido. Cambiar el régimen tendría sentido si viviéramos en una dictadura, incluso si hubiera un consenso clamoroso. Pero cambiar el régimen por los delitos -aún presuntos- de cobro de comisiones ilegales, fraude y blanqueo de capitales de un rey sin trono parece un poco desproporcionado. No deberíamos distraernos de asuntos mucho más apremiantes, de vida o muerte, que aguardan soluciones urgentes

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