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Joaquín Rábago

Un presidente dispuesto a todo para conservar el poder

A juzgar por sus irresponsables declaraciones, el presidente más autocrático de la historia de EEUU parece dispuesto a todo, incluso a crear una situación de preguerra civil, con tal de seguir cuatro años más en la Casa Blanca. Y no cabe exagerar el peligro que ello representa en un país con más de 300 millones de armas de fuego en manos de particulares, un 70 por ciento de ellos, fanáticos de Donald Trump.

Entre los que alertan de tal posibilidad está Lawrence Wilkerson, quien fue jefe de gabinete del ex secretario de Estado Colin Powell y enseña actualmente ciencias políticas en la Universidad de Virginia. Según Wilkerson, la situación resulta más explosiva si se tiene en cuenta que la policía está dotada en las grandes ciudades con el armamento militar más moderno.

Sólo cabe confiar en que funcione una vez más allí, como en otras ocasiones, la división de poderes, la única capaz de evitar un gobierno tiránico. En Estados Unidos, el poder del Presidente dista de ser absoluto: actúan como otros tantos frenos los distintos Estados de la Unión, las dos cámaras del Congreso y el propio Tribunal Supremo, guardián e intérprete definitivo de la Constitución.

Los últimos sondeos no le son favorables a Donald Trump, que parece cada vez más desesperado, hasta el punto de insinuar que sólo reconocerá un resultado el próximo 3 de noviembre: su victoria sobre el demócrata Joe Biden. Todo lo demás sería, según él, consecuencia de un fraude electoral, de una manipulación por el partido rival de los votos por correo.

Uno no puede evitar pensar, cuando escucha esas palabras, en políticos autócratas como el presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, que no parece entender que el pueblo ya no le quiere, o en el turco Recep Tayyip Erdogan.

El problema, sin embargo, es que, casi cuatro años después de la, para muchos inverosímil, llegada de Trump a la Casa Blanca, una parte muy importante de los electores estadounidenses siguen confiando en el Presidente, continúa dispuesto a creerse sus continuas mentiras, comparte, o al menos tolera, su claro racismo y su misoginia sin que nada ni nadie puedan hacerles cambiar de opinión.

Esos fanáticos del Donald, que no atienden a razones, creen así que el actual aspirante demócrata a la presidencia, Joe Biden, y su compañera de candidatura, Kamala Harris, no son unos simples centristas, como puede ver cualquiera sin sus anteojeras ideológicas, sino, como sostienen malévolamente Trump y su entorno, unos peligrosos "radicales", con los que, si alcanzaran el poder, llegaría el caos a las calles de las ciudades de Estados Unidos, se hundiría la economía y millones perderían su empleo.

Nada hay capaz de hacerles ver que su Presidente no ha hecho nunca otra cosa que no fuera promocionarse sin el más mínimo pudor y favorecer de paso a sus familiares y amigos, entre ellos, los multimillonarios que tan generosamente financian su campaña, y que ha sabido explotar, con simplista aunque siempre eficaz demagogia, el resentimiento de las capas de la población más desfavorecidas, de los perdedores de la globalización, de los millones de víctimas de la avaricia financiera o de las deslocalizaciones de empresas a países de mano de obra más barata.

Además de culpar de esa situación exclusivamente a sus predecesores demócratas en la Casa Blanca, Trump ha sabido encontrar siempre fáciles chivos expiatorios con los que desviar la atención de sus propios fracasos, como los inmigrantes que cruzan la frontera con México y sólo traen, según él, al país drogas y delincuencia, cuando no se ha dedicado a atacar a sus aliados europeos por no gastar lo que, según él, deberían en la defensa colectiva o acusar a China de haberse aprovechado de la debilidad de sus predecesores para una expansión económica y también militar sin precedentes.

Con Trump al frente, un partido que se había caracterizado tradicionalmente por su defensa del libre comercio y una política exterior intervencionista en defensa de unos supuestos "valores" como la democracia, que ocultaban en la mayoría de los casos intereses estratégicos o comerciales, ha dado un giro de 180 grados hacia el nacionalismo económico y una política de seguridad claramente aislacionista que está poniendo a prueba el actual sistema de alianzas.

Al mismo tiempo, en el plano interior, preocupados sobre todo por el crecimiento de las minorías negra e hispana, los republicanos se han embarcado con este presidente en una guerra contra el multiculturalismo, al que responsabilizan de muchos de los males que aquejan a la actual sociedad estadounidense, guerra en la que recurren a intentos de reforma de las leyes migratorias en un claro intento de impedir la legalización de cientos de miles de inmigrantes que podrían dar un vuelco no sólo a la composición demográfica del país, sino también a su política.

La caza al negro parece haberse convertido mientras tanto para algunos en un deporte, como vemos en las imágenes que nos llegan de policías descerrajando tiros contra ciudadanos de color desarmados, y es destacable y loable que muchos jugadores de la NBA se hayan plantado y digan que ellos no están ahí para entretener a los blancos mientras acribillan a sus hermanos. ¿Es esa la América que quiere ese supremacista hipócrita, ese presidente indigno que busca en la polarización la forma de mantenerse en el poder?

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