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La ciudad y los perros

Vivienda ocupada en Alicante

Con permiso de Vargas Llosa, a la tercera va la vencida, dicen que dice el dicho. Y así será dado que esta es la tercera vez que censuro la incomprensible y negligente tolerancia que nuestro gobierno municipal y su alcalde otorgan a la dictadura de centenares de motos (a sus conductores) que circulan por Alicante y sus playas expulsando unos rugidos tan estridentes, molestos e insalubres (por nocivos para la salud física y mental de ancianos, enfermos, niños, adultos, bebés de pecho, clases pasivas, curas y monjas, militares y civiles, ateos y agnósticas, proletarios y burgueses, jóvenes empleadores, turistas, viajeros accidentales o menestrales estratificados) que convierten lo que debiera ser pacífica y educada convivencia ciudadana en un verdadero infierno de degradación acústica. Y suma y sigue. Y a cualquier hora del día y de la noche. Y en cualquier calle o avenida. Y con la más absoluta impunidad. Y con la chulería y agresividad de quienes se creen intocables porque nunca han sido sancionados ni tienen el más mínimo temor a que ello ocurra o les inmovilicen y retiren la moto porque, al parecer, no está en la voluntad de nuestras autoridades municipales atajar ese traumático y tercermundista problema. Y vaya por delante que la gran mayoría de usuarios de motos se comportan con total ejemplaridad, pero no todos.

El grave problema del estridente e insoportable ruido de muchas motos no es nuevo en Alicante, ni achacable solo a esta corporación local. Tanto los gobiernos municipales del PSOE, PP o el pasado tripartito han consentido esa bochornosa y agresiva lacra contra la ciudadanía importándoles muy poco su bienestar, su derecho al descanso o la deplorable imagen que como ciudad produce a quienes la visitan. Una imagen basada en la dejadez, en la sensación de encontrarse en un circuito bananero, del tercer mundo europeo; una imagen indolente de las autoridades ante el vergonzoso esperpento de cientos de motos retumbando por las calles contra sus vecinos como si las ordenanzas municipales que prohíben expresamente esos ruidos fueran papel mojado, pura estética legislativa, a mayor gloria de los muchos gamberros que circulan sobre dos ruedas encima de centenares de decibelios.

Y que nadie crea que estas actitudes incívicas, golfas, violentas e infractoras esconden la más mínima épica contestataria, ni espíritu revolucionario alguno, transformador, de rebeldía contra una sociedad injusta y opresiva. Que nadie vea en ellos a Peter Fonda o Dennis Hopper en Easy Driver; ni a James Dean y Natalie Wood en Rebelde sin causa; ni tan siquiera al Guardián entre el centeno del sobrevalorado Salinger. Bien al contrario; de los agresores acústicos de que les hablo, de estos macarras insolidarios, solo se puede ver el reflejo del egoísmo más miserable, de la chulería más provocadora, de la total falta de empatía, de un machismo -las más de las veces- que se manifiesta con la violencia del ruido, con la agresividad de la contaminación acústica. La moto, su estruendoso rugido, si me lo permite Freud, no es otra cosa que la vulgar expresión de su testosterona convertida en aparato dominador merced a la fuerza de los decibelios. Se parecen mucho a esos chulos que van desafiantes con las ventanillas del coche abiertas y la música a un volumen insoportable. Obsérvenlos bien y comprobarán que tanto el conductor como la música que nos obligan a escuchar no tienen ningún parecido con los jóvenes solidarios que quieren cambiar el mundo a mejor.

Hoy la sociedad clama contra el gravísimo problema de los okupas hasta el punto de que ya constituyen noticia cotidiana en los medios de comunicación, tan comprensivos en otros tiempos con el fenómeno. Y la pregunta recurrente, incluso la que hacen muchos políticos, es cómo se ha podido llegar a esos extremos de surrealismo, de absoluta injusticia, de vergüenza como país civilizado y desarrollado, el único de Europa que soporta esa delincuencia organizada de los okupas. La respuesta es muy sencilla. Primero hubo un okupa y todos callaron; después vinieron cien okupas y todos callaron; más tarde se instalaron mil okupas y todos callaron; cuando la cifra subió a diez mil okupas casi todos callaron. Hoy, cuando hay decenas de miles de okupas, centenares de bandas organizadas, vecindarios abatidos, familias rotas, comunidades destrozadas; ahora, cuando el fenómeno ha desbordado los cauces de la sociedad y Europa nos mira como si España fuera un tercer mundo sin normas, todos, incluso los políticos que nada hicieron al principio teniendo en sus manos la solución, se preguntan cómo fue posible, cómo pudo pasar la plaga de las mafias okupas.

Primero fue el rugido inclemente de una moto y todos callaron; luego fueron diez rugidos agresivos y todos callaron; después fueron cien motos rugiendo violentamente y todos callaron; hoy, cuando son centenares, miles de motos dueñas de las calles vomitando un ruido infernal, provocando ansiedad, dolor físico y psíquico, frustración y rabia, todos se preguntan cómo puede estar pasando. ¿Se formula usted también esa pregunta, señor alcalde? ¿Hacemos una consulta para saber qué opina el pueblo? ¿O le preguntamos de paso qué les parece el impuesto de plusvalía municipal o el IBI? A más ver.

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