Como la inconcebible escena en que Cuerda representa una excéntrica asamblea deliberante, la política española se ha convertido en un desafío permanente a la razón o una burla a los ciudadanos, según quiera verse. Para favorecer la convivencia y evitar una confusión que puede traer consecuencias fatales, ya experimentadas, conviene pronunciarse sobre ella con prudencia y mesura, virtudes cardinales en el escalafón moral de los clásicos, pero sin renunciar a los beneficiosos efectos que aporta siempre la crítica libre y constructiva, que es al decir de grandes pensadores y gente sensata un nutriente básico para forjar una buena democracia. El siguiente asunto en el orden del día del país es la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. La Constitución reparte las responsabilidades y fija las condiciones de su tramitación. El Gobierno los elabora y el parlamento los debate y los vota. Estamos a pocos días de que se agote el plazo establecido para que el ejecutivo envíe al Congreso el proyecto. La fecha adquiere en esta ocasión una importancia extra, pues además de señalar una obligación legal, la situación económica provocada por la pandemia, descrita por todos en tonos dramáticos, hace que la necesidad de unas cuentas nuevas sea perentoria e ineludible, sobremanera después de sucesivas prórrogas. A tal fin, con cierta parsimonia, antes de que las prisas de última hora aceleren el ritmo, el Ejecutivo se ha puesto manos a la obra manteniendo una ronda de contactos con los partidos para explorar su disposición al acuerdo. Durante la semana han desfilado ante nosotros políticos, unos intérpretes a su modo del interés general, guiados por el principio del mal menor, otros oportunistas, interesados únicamente en avanzar posiciones en la disputa partidista o en llevarse la mayor parte posible del reparto, y otros, en fin, faroleros, que primero se hinchan aparentando firmeza para luego regatear a la baja hasta el infinito. Los hay que ni siquiera han comparecido. En general, todos han escondido sus cartas y sus objetivos en una negociación que se presume difícil y larga.

Pedro Sánchez, consciente de la división que hay en la sociedad española y de que está en juego la legislatura, intenta propiciar un clima político favorable a su Gobierno, haciendo ver que la suerte que vaya a correr el país depende de la suya. La clave de todo, repitió de forma cansina en su discurso del lunes ante ejecutivos y artistas, es la unidad. Aunque pintó el panorama que se avecina con tintes muy sombríos, España, dijo, sumándose al combate contra la leyenda negra que nos persigue, es admirable y si quiere, puede. La primera condición, prosiguió, es que España se entienda con España. Todo lo dicho, concluyó, se resume en la palabra «unidad». Y finalizó proclamando que su propósito no era solo la estabilidad del Gobierno, sino que su actuación resultara fecunda. De acuerdo con el comentario posterior de algunos de los asistentes al acto, es difícil no compartir la llamada a la unidad. Como es claro que Pedro Sánchez envolvió con ella una petición de apoyo al Gobierno. Pero al Presidente no se le vio muy convencido de lo que estaba diciendo en su discurso y esto le restó credibilidad. Porque a pesar de referirse a la unidad una treintena de veces en menos de una hora, no especificó ningún detalle. Ni precisó en qué consiste, ni concretó para qué la reclama, ni identificó de quién la espera. Estas preguntas se transforman en su perorata en un juego de adivinanzas. En las respuestas está el meollo de la cuestión.

El jefe del Ejecutivo, que dio a algunos partidos por autoexcluidos sin nombrarlos, puede estar dirigiéndose a su desavenido socio de coalición, al PP, contrincante y desentendido de la renovación institucional, o a los partidos independentistas, que circulan en dirección contraria a la unidad de España, con los que tiene una complicidad evidente; pudiera estar pensando en incorporar al Gobierno a otros partidos y consensuar más políticas que la presupuestaria, pero no aclaró ninguno de estos extremos. El discurso de la unidad es nuevo en Pedro Sánchez y, aunque tardío, hay que celebrarlo. El diálogo, la lealtad y la colaboración son especialmente exigibles en la coyuntura actual de la sociedad española. En efecto, los partidos políticos merecen una reprimenda por su escasa colaboración y todos debemos arrimar el hombro. Pero conseguir que sea así es responsabilidad del Gobierno en primer lugar. Pedro Sánchez solicita un apoyo más amplio posible con el que pueda cubrirse bien la espalda, pero ¿qué ofrece? Si la pandemia lo ha cambiado todo y la unidad es vital para salir de esta situación, el Gobierno ya debería haber puesto sobre la mesa la oferta de un Gobierno con mayor y más estable respaldo parlamentario, más integrador, y un plan de actuación consensuado. El Gobierno tiene la oportunidad de demostrar que la apuesta de la unidad va en serio; que no es un señuelo para blindarse en un debate presupuestario que decide su continuidad. No es pedir un imposible, sino una forma de proceder normal en una democracia. Admitamos que en los tiempos que corren, sin embargo, ese sí podría considerarse un gesto de grandeza política.