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Juan Carlos Laviana

La nueva vida virtual

La pandemia ha impulsado las herramientas necesarias para prescindir del contacto social

Este verano alquilamos un apartamento en Gandía. Bastó con ver unas fotos en internet y rellenar un sencillo cuestionario: número de personas, fechas de ocupación, tarjeta de crédito... Recibimos por correo electrónico la confirmación y las instrucciones. Llegamos a destino guiados por las coordenadas de Google. Nos dirigieron a una gasolinera donde una máquina expendedora, tras introducir un código, nos escupió las llaves. Al término de las vacaciones, regresamos al mismo lugar y devolvimos las llaves en la misma máquina. Días después recibimos un mail anunciando que, tras comprobar el estado de la vivienda, nos devuelven la fianza. Nunca vimos a nadie que nos diera la bienvenida o nos despidiera, dijera cómo se abría o cerraba el gas, dónde estaba la ropa de cama o por qué no funcionaba el aire acondicionado. Cero contacto. Al médico –en esta familia somos asiduos– solo hemos ido este curso una vez: había que hacer una prueba y, claro, se necesitaba que el paciente estuviera presente. El resto de problemas se han resuelto, mal que bien, a través de teleconsulta.

Al menos en Madrid, la lista de espera para que el médico de cabecera te llame por teléfono es, como mínimo, de una semana; eso sí, después de una ardua pelea telefónica con una máquina incapaz de entender los números de nuestro DNI. Para bandear las dificultades del momento, hemos recurrido a una combinación de sanidad pública y privada, dependiendo de cuál tardara menos. Los laboratorios de la privada estaban colapsados por las pruebas PCR: dos horas para sacar sangre, pero lo conseguimos. Las consultas de la sociedad médica, por algún motivo, no daban cita para antes de un mes. Recurrimos a la pública, y en una semana recibimos la llamada.

Leímos al doctor el resultado –positivo– de las pruebas, que habíamos descargado previamente de internet, para iniciar el tratamiento cuando antes. “Sin problema”, contestó, “el antibiótico está en su tarjeta”, a la farmacia y a medicarse. Contacto imprescindible. Mi hijo va a clase dos días a la semana; los otros tres, las sigue desde casa. Mi hija va todos los días al colegio; unos días acude presencialmente a las clases, otros las sigue virtualmente desde el aula de al lado. A través de una plataforma, los profesores y los padres se comunican virtualmente; hemos recibido avisos para que nos cercioremos de que nuestros hijos no tengan contacto con los alumnos que ya han dado positivo. Las salidas de fin de semana de los adolescentes –ya se sabe cómo se divierten la mayoría– han quedado reducidas al mínimo. Se realizan quedadas a través de una aplicación llamada House Party. Mínimo contacto.

En el trabajo, se retrasa semana tras semana la fecha improbable en la que se reanudará la actividad presencial, “dependiendo de la evolución de la crisis sanitaria”. Mientras tanto, teletrabajamos, nos reunimos a través de Skype y, de cuando en cuando, algún jefe nos cita en la oficina –eso sí, siguiendo estrictas medidas preventivas– por aquello de que las órdenes presenciales son más claras y contundentes que las virtuales. Escaso contacto. Por azares del destino, me vi en la necesidad de vender una casa en Gijón. Una agencia solvente consiguió que todas las gestiones fueran a distancia. Solo hube de salir a firmar un poder notarial a una manzana escasa de mi domicilio, a 500 kilómetros de distancia de donde se realizaba la operación. Eso sí, dos meses después de la transacción toda la aun imprescindible documentación en papel se encuentra –¿perdida?– en la sucursal de mi banco en Madrid, cerrada por el coronavirus. Contacto insignificante.

Tenía por costumbre ir a ver al Sporting cada vez que viene a Madrid –cuatro veces esta temporada–. Pero los campos están cerrados. Así que lo sufro por televisión con una gran ventaja: me ofrecen elegir entre señal original o señal virtual. Por supuesto elijo siempre la original, para oír los golpes y los insultos de los jugadores o los gritos de los entrenadores. Mucho mejor, dónde va a parar, que un público enlatado que grita ¡uy! dos minutos después de cada ocasión de gol. El resto del ocio sigue las mismas pautas que el fútbol: en casa. Contacto cero. Pido perdón por la afectada primera persona. Frente a lo padecido por los muertos, los contagiados, los hospitalizados, los ingresados en la UCI, mi vida es una balsa de aceite.

La vida virtual, el fin de lo social, es solo un mínimo daño colateral, una mínima molestia, una pequeña muestra de este nuevo mundo al que tendremos que adaptarnos. Ese mundo de ayer, que hoy recordamos con nostalgia, no consistía solo en bodas, comuniones, bautizos, botellones, cenas de Navidad, consultas médicas por un rasguño, aglomeraciones de exóticos turistas y coloristas hinchadas. Este de hoy no es el mejor de los mundos, pero tampoco el peor. Solo diferente.

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