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Miguel Ángel Santos Guerra

Un alumno toma la palabra

La tentación es pensar por ellos, decidir por ellos y responsabilizarse por ellos y por ellas. Con lo cual acaban por no pensar, por no decidir, por no responsabilizarse

Siempre me ha parecido fundamental la participación de los alumnos en la dinámica del aula y en la gestión de la escuela. Pocas veces he visto auténticos procesos de participación en las cuestiones nucleares de la organización, de la convivencia y del aprendizaje. Se ha entendido que todo lo que pensamos, hacemos y decimos los docentes tiene como único e indiscutible fin el bien del alumnado. Sin consulta, sin duda, sin admitir la posibilidad de error. Ellos y ellas tienen que ser disciplinados, obedientes y aplicados.

Dice Holderlin que los educadores forman a sus educandos como los océanos forman a los continentes: retirándose. Si las aguas no retroceden, no hay continente. La tentación es anegarlos. La tentación es pensar por ellos, decidir por ellos y responsabilizarse por ellos y por ellas. Con lo cual acaban por no pensar, por no decidir, por no responsabilizarse. Lo que nos dicen los alumnos a los docentes y los hijos a los padres es lo siguiente: ayúdame a hacerlo solo. Y ahí está la dificultad. Cuál es el ritmo y cuál es el grado progresivo de la autonomía. Y cuáles son los riesgos mínimos razonables.

Pocas veces hemos preguntado a los alumnos y a las alumnas lo que piensan, lo que sienten y lo que quieren. Ellos y ellas tienen que escuchar, preguntar, estudiar, callar, comportarse y examinarse.

La Editorial Homo Sapiens de Rosario (Argentina), en la que he ido publicando algunos libros durante casi veinte años, me acaba de enviar una recentísima obra de su fondo, aparecida en el mes de julio de 2020.

Se trata de un interesante libro titulado “Critica a la Escuela Media. Reflexiones de un egresado”, escrito por Ezequiel Vasen, un alumno que finalizó los estudios en 2017 en un centro de la capital bonaerense. Tiene ahora 20 años. Actualmente estudia filosofía y comunicación social, ambas en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

No es frecuente este hecho. Porque solemos escribir los profesores y las profesoras. Los que supuestamente sabemos y tenemos experiencia de lo que son y necesitan los alumnos y alumnas. Y de alguna manera parece lógico que sea así. Pero, en este caso, ha sido un alumno el que ha decidido escribir. Y la editorial, acertadamente, ha liberado su voz.

El libro se lee de un tirón. Al menos, eso ha sucedido en mi caso. Son 177 páginas vibrantes, nacidas no solo de la experiencia del autor sino de sorprendentes referencias intelectuales. Resulta llamativa la contundencia del texto. Resulta inquietante y, a mi juicio, aleccionadora la crítica que hace al sistema educativo y, en concreto, a la enseñanza media que es, otra vez a mi juicio, la etapa más necesita revisión.

Frente a tantas obras escritas por docentes, hay que dar la bienvenida a una obra escrita por un alumno que se muestra muy crítico con el sistema de enseñanza. Creo que nos vendría muy bien a quienes enseñamos, detenernos un poquito, leer con humildad y calma el libro de Ezequiel y ponernos a ver la realidad desde su perspectiva. Nos vendría muy bien a los docentes ver nuestra experiencia a través de la mirada de los alumnos y de las alumnas. Ahora lo podemos hacer a través de este libro, pero podemos arbitrar estrategias para hacerlo de forma cotidiana en las aulas y en los institutos.

Algunos epígrafes pueden dar una idea del contenido de la obra: Grilletes silábicos; La profanación del aula; Anacronismo; Crisis de autoridad; Destitución del tiempo; Pedagogía del oprimido; Pedagogía del aburrido; Retrógrados; El maestro ignorante; Flipped clasroom; Exámenes, exámenes, exámenes, exámenes, exámenes; Náuseas; Aburrimiento; (Des)orientación vocacional; Eutanasia institucional…

Citaré algunos párrafos a modo de ejemplo del espíritu que recorre toda la obra:

Sorprende la contundencia de las dos primeras líneas: “Todo problema educativo es un problema pedagógico y, por tanto, un problema político.

Cierra la introducción diciendo: “Las reformas podrían consultar a aquellos que las padecen; la pregunta y la escucha son las vías para una virtual restitución de la voz”.

El libro está lleno de preguntas sustanciales desde las primeras páginas:

¿Por qué tiene que ser así? ¿No puede ser todo de otra manera? ¿Se puede pensar en una escuela en la que el ser se realice y no esclavice a sí mismo, en la cual el alma no esclavice al cuerpo, en la cual el individuo deje de ser amo y esclavo de sí? Un escuela en la que los sujetos luchen contra si mismos por su libertad… Pero, sobre todo y particularmente en la cuestión que nos trajo hasta aquí, ¿es posible una educación sin adoctrinamiento? ”.

Citaré finalmente un párrafo del epígrafe Eutanasia institucional:

¿Qué hacer con la escuela? Tres opciones: dejar obrar al verdugo y adaptarnos; o resistir, ya sea en un ciclo de educción virtuosa con una reforma permanente, ya sea destruyendo las instituciones, martillando sus paredes para construir senderos direccionales por el lenguaje de una búsqueda”

Tiene otra característica este libro. Está bien escrito. Utiliza referencias oportunas e interesantes, tiene una buena estructura y está inspirado por un valiente y espero que eficaz empeño: provocar una reflexión que nos lleve a un profundo cambio de rumbo. Porque lo que hace es una enmienda a la totalidad. Pero no al estilo de lIvan Illich, en su “La sociedad desescolarizada”. Aquí se proponen caminos y se hacen propuestas.

La obra de Ezequiel Vasen contiene críticas duras pero también propuestas coherentes con la tesis radical del libro. No es un libro demoledor, es un libro constructivo.

Bien sé que no es fácil liberar la voz de los alumnos y de las alumnas en condiciones de libertad. ¿Pueden decir realmente lo que piensan? Alguna vez he citado aquella recomendación de un empresario: A mí me gusta que mis trabajadores me digan la verdad, aunque eso les cueste el puesto. Y he contado la anécdota de aquel otro que invitó a sus trabajadores a una cena de fraternidad. En los postres se puso de pie y pronunció un discurso. En un momento del mismo contó un chiste. Se rieron todos los trabajadores estrepitosamente menos uno que se quedó impasible. El empresario, que sabía muy bien que era no era sordo, le interpeló:

- A usted no le ha hecho ninguna gracias el chiste que acabo de contar?

El trabajador respondió:

- Mire usted, a mí me ha hecho la misma gracia que a todos los demás, pero yo me jubilo mañana.

Creo que si contásemos más con los alumnos y las alumnas a la hora de planificar, desarrollar y evaluar el curriculum de la escuela, nos iría mucho mejor no solo a ellos sino también a los profesores y las profesoras. Es preciso conocer quiénes son, cómo son, qué piensan, qué sienten y qué quieren los alumnos y las alumnas. Decía un pedagogo italiano: Para enseñar latín a John, más importante que conocer latín, es conocer a John.

Para que esta participación se produzca hace falta una concepción ambiciosa y comprometida de la institución, una voluntad de transformación y de mejora y, también, unas estructuras que la hagan no solo posible sino fácil, casi inevitable.

MI amigo Francesco Tonucci me dijo en cierta ocasión que las escuelas son instituciones ilegales. Ante mi curiosidad y extrañeza, contestó: existe una ley que obliga a que se consulte a los niños y a las niñas sobre aquellas cuestiones que les conciernen. Y vaya si la escuela les concierne.

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