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Navalni, el opositor ruso envenenado por las autoridades competentes, salió del coma, le quitaron el respirador artificial y estuvo un día respirando por sí solo. Contó en las redes sociales que no podía hacer otra cosa que respirar, porque se encontraba muy débil todavía, para añadir que la respiración estaba subestimada. Según leía la noticia, me hacía consciente de mi propia respiración, lo que me colocó al borde un ataque de angustia. A los dos minutos estaba jadeando. Me ocurría en las clases de meditación, que tuve que abandonar porque el maestro nos pedía que nos fijáramos exclusivamente en el movimiento pulmonar. Darte cuenta de que respiras equivale a saber que puedes dejar de hacerlo en cualquier instante. Como cuando pienso en los latidos del corazón: parece un milagro que no se hayan detenido nunca a lo largo de mi ya larga existencia. No hay motor que resista tanto sin calarse.

Hace poco, en una tienda de Ikea, tropecé con el clásico Pöang, ese sillón que se mantiene milagrosamente sobre un esqueleto, en apariencia muy débil, de madera. Una especie de robot aporreaba una y otra vez su asiento, imitando el golpe de un cuerpo al dejarse caer sobre él, sin que su estructura se deformara. Según la información adjunta, llevaba miles o millones de golpes. Permanecí hipnotizado frente al espectáculo hasta que mi ritmo cardíaco se acompasó al de la máquina golpeadora mientras respiraba ansiosamente a la espera de que el mueble, en una de esas, se quebrara. Pero no se quebró. Abandoné el establecimiento por una de las puertas de emergencia y regresé al coche, donde estuve un rato combatiendo la ansiedad proporcionada por aquella extrañísima experiencia.

Es verdad que la respiración está subestimada. Y la digestión, y el parpadeo, y la capacidad de salivar. La otra noche me desperté a las cuatro de la madrugada con la boca seca, pero fue mover un poco la lengua para estimular las glándulas sublinguales y la humedad regresó al instante. Vivir está subestimado si pensamos que ahora mismo hay miles de infartos cerebrales en marcha. Que uno de ellos te toque a ti en vez de al vecino es una cuestión de suerte. Este artículo era para meterme con el Kremlin, pero me ha dado miedo, no vaya a ser que me envenenen.   

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