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Antonio Gil Olcina

Preludio alicantino del I Plan Nacional de Obras Hidráulicas

El Plan General de Canales de Riego y Pantanos o Plan Gasset (1902), que marginó a la vertiente mediterránea española, estuvo vigente, con sus complementos y adiciones, hasta la promulgación del Real Decreto de 5 de marzo de 1926, que creó las Confederaciones Sindicales Hidrográficas y cambió el rumbo de la política hidráulica española. Ministro de Fomento en el Directorio Civil (1925), el destacado Ingeniero Rafael Benjumea Burín, conde de Guadalhorce, acogió y resolvió generalizar al resto de la España peninsular el proyecto de gestión integral ideado para la cuenca del Ebro por su brillante y prestigioso colega Manuel Lorenzo Pardo. En palabras de Raymond Carr (1969), “las creaciones de las que más se envanecía la dictadura fueron las Confederaciones Sindicales Hidrográficas, que agrupaban los diversos intereses en un intento de racionalizar la explotación de los grandes sistemas fluviales…”. Con la dimisión de Primo de Rivera y la subsiguiente caída de la Dictadura (1930), arreciaron las críticas a las Confederaciones, suprimidas por el decreto del Gobierno Provisional de la II República, que, el 24 de junio de 1931, las sustituía por Mancomunidades Hidrográficas. Manuel Lorenzo Pardo fue víctima de lamentable persecución política: cesado, expedientado y encausado por iniciativa del ministro de Fomento del Gobierno Provisional Álvaro de Albornoz; afortunadamente, con más inteligencia y sentido de Estado, el ministro de Obras Públicas de la coalición republicanosocialista Indalecio Prieto le llamó, ese año de 1931, a la Jefatura de la Sección de Planes Hidráulicos y le nombró después director del Centro de Estudios Hidrográficos (1933), creado con “la misión inicial y urgente de formular un plan nacional de obras hidráulicas”.

Los logros de las Confederaciones Sindicales Hidrográficas fueron muy desiguales de una cuenca a otra. Como escribió, con profundo conocimiento de causa, el propio Manuel Lorenzo Pardo, en 1933, el modelo “no era la organización completa. Tenía, además, el grave achaque de la desigualdad; obedecía más a estímulos locales y esfuerzos personales que a razones de alcance nacional”. Dicha insuficiencia es la que buscó obviar el I Plan Nacional de Obras Hidráulicas (1933), mediante una perspectiva unitaria, con supeditación de cualquier posible interés particular, ya fuese privado o regional, al horizonte nacional. Como meta, el Plan perseguía la corrección de dos desequilibrios: el hidrográfico entre las vertientes atlántica y mediterránea; y, en estrecha relación, el económico, al ser las zonas agrícolamente más productivas y con mayor capacidad exportadora, las peor dotadas en agua. El proyecto de mayor alcance se concretaba en el Plan de Mejora y Ampliación de los Riegos de Levante, que, entre transformación de secanos y redotación de regadíos deficitarios, preveía afectar 338.000 ha y estimaba necesarios para ello 2.297,16 hm3 anuales. A pesar de su dilatada e intensa influencia, el I Plan Nacional de Obras Hidráulicas nunca tuvo carácter dispositivo, sino indicativo, meramente orientativo: no se planteó como proyecto de ley y, por ende, no tuvo trámite parlamentario. Nació por imperativo de la ley de acompañamiento de los presupuestos generales de 1933, que exigía del Ministro de Obras Públicas que presentara a las Cortes Constituyentes, en el plazo de tres meses, un plan de obras hidráulicas para riegos. De ahí que Indalecio Prieto, a la sazón ministro del ramo, diese por cumplida la susodicha obligación –eso sí, de forma espléndida– con el envío a las Cortes Constituyentes, en mayo de 1933, del “proyecto de obras hidráulicas para riegos redactado por el Centro de Estudios Hidrográficos”.

Casi tres meses antes de la mencionada remisión a las Cortes del Plan Nacional de Obras Hidráulicas, prueba evidente de que se hallaba bien maduro, sus líneas maestras, objetivos prioritarios y actuaciones esenciales fueron desvelados, ofrecidos, como anticipo y primicia, en la conferencia que, redactada por Manuel Lorenzo Pardo con el significativo título de “Directrices de una Nueva Política Hidráulica y los Riegos de Levante”, tenía por destinataria a la magna asamblea de diputados a Cortes, alcaldes, presidentes de Diputaciones, representantes de asociaciones, sindicatos de riego y fuerzas vivas de las provincias de Albacete, Alicante, Almería, Castellón, Murcia y Valencia, reunida en el desaparecido Salón Monumental, el 27 de febrero de 1933; en respuesta a la invitación al acto canalizado y organizado por la Diputación Provincial de Alicante, que prestaba auténtico y máximo interés al problema capital del agua. Por afonía de Manuel Lorenzo Pardo, el texto fue leído por el propio Indalecio Prieto.

El Plan de Mejora y Ampliación de los Riegos de Levante fue asunto capital en la conferencia de Manuel Lorenzo Pardo y pieza maestra del I Plan Nacional de Obras Hidráulicas (1933). INFORMACIÓN

Tras el breve exordio, la conferencia entró en materia con una severa crítica del Plan de 1902, que, al emplear como criterio decisorio el coste de transformación de la hectárea, antepuso las tierras meseteñas a las mediterráneas, prácticamente excluidas. Acto seguido, Lorenzo Pardo hacía constar que el problema hidrográfico español había sido contemplado, en su conjunto, con absoluta objetividad y total imparcialidad, declarando que “preferencias afectivas, inclinaciones del ánimo –aparte las de origen sentimental que siento por Alicante–, solo pueden serme atribuidas hacia el Ebro… pero el problema del Ebro está completamente dominado en lo esencial… No hay, pues, motivo de suspicacia ni de recelo…”. Eje central de la disertación era el giro copernicano que suponía la nueva política hidráulica al considerar que la zona verdaderamente apta para el riego era la mediterránea, en la que sobresalían las franjas oriental y suroriental, “…al volver la vista hacia esta zona litoral levantina, desde Castellón hasta Almería, olvidada y desatendida en una gran parte… Hay, pues, en la zona valenciana un problema de regularización y ordenación; en la alicantina y murciana una necesidad de ayuda; en la andaluza una imperiosidad de socorro…”. Y continuaba aseverando “que el aprovechamiento respetuoso de la tradición… puede sacar un máximo partido de la capacidad duramente forjada en un uso multisecular de las gentes de estas tierras, de sus prácticas y costumbres aleccionadoras, si esa tradición es vivificada con una savia nueva y esta savia no puede aquí ser otra que la que se distribuya por todo el país mediante la aportación de nuevos caudales…”; y precisaba que dichas aguas “habían de proceder forzosamente de otras cuencas y de un modo inmediato de las del Tajo y Guadiana, aunque de este último de un modo eventual y en proporción menor…”. En suma, destacaba Lorenzo Pardo la aportación básica del Tajo y el papel esencial que en el transporte de la misma cabría al Júcar, prefigurando, con toda claridad, el acueducto Tajo-Segura y la conexión con el pantano de Talave en la cabecera del Mundo, el afluente más caudaloso del Segura; y advertía Lorenzo Pardo, casi siete lustros antes que el referido acueducto se iniciase: “…caeremos en la cuenta que la longitud del nuevo cauce necesario para tener en Murcia las aguas de la cabecera del Tajo es muy corta. Bastará para ello verter primero al Júcar las aguas recogidas en aquella cabecera y hacerlas salvar después la distancia que media entre el lugar en que el Júcar se desvía para dirigirse hacia Cofrentes y la cuenca del Mundo…”.

Finalizada la lectura del texto, Indalecio Prieto concluía: “Unamos la fortaleza del pueblo, el saber de la ciencia y el rigor de la política en una obra redentora. Y gritad conmigo: ¡Viva Levante! y ¡Viva España!”, acabando la sesión en un ambiente de común y ferviente entusiasmo. El acto tendría adecuado colofón: tras las elecciones a Cortes de noviembre de 1933, desplazada la coalición republicanosocialista por la radicalcedista, el nuevo ministro de Obras Públicas, el radical Rafael Guerra del Río, lejos de arrinconar el Plan Nacional de Obras Hidráulicas, dispuso su publicación y promovió a Manuel Lorenzo Pardo a la Dirección General de Obras Hidráulicas; más aún, ordenó la inclusión en aquella del oficio con que Prieto había remitido el Plan, seis meses antes, a las Cortes Constituyentes, donde el entonces ministro advertía que nada resultaría “…más lamentablemente estéril que atalayarlo desde el mezquino montículo que puede levantar la bandería política”. Tuvo así el Plan, a pesar de la crispación política, consideración de verdadera cuestión de Estado; y, por ello, encarecía Guerra del Río la necesidad de “…establecer un lugar de cordialidad en las rivalidades políticas, de convivencia en una aspiración nacional permanente…”. Comportamientos excepcionales, actitudes ambas señeras, dignas de loa e imitación; máxime cuando, transcurridos más de cuarenta años, el problema esencial del agua persiste aún falto de un acuerdo de Estado.

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