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Marga Vives

¿Estudias o teletrabajas?

La distancia en lo colectivo, en la acción de equipo, se instala así en la vida de los adultos, después de que lo haya hecho -con más fracaso que éxito- entre los escolares

El Gobierno ha decidido adaptar la normativa sobre el trabajo a distancia a los tiempos actuales. Sobre el papel, la nueva ley, que entrará en vigor en las próximas semanas, protege los derechos laborales de los teletrabajadores, promete que no podrán ser penalizados por ello y preserva el derecho a la desconexión digital. En España apenas 8 de cada cien personas trabajaban en remoto antes del estado de alarma -en Baleares eran un 11%, según el Banco de España- y, aunque las causas atribuibles a la Covid quedan relegadas a los márgenes de este decreto, no cabe duda de que es la razón que ha precipitado el acuerdo entre los sindicatos y los empresarios. Para muchos trasladar la oficina a casa va a ser una buena solución para sortear el imprevisible régimen de aislamientos selectivos que nos espera mientras no exista una vacuna contra el virus. La distancia en lo colectivo, en la acción de equipo, se instala así en la vida de los adultos, después de que lo haya hecho -con más fracaso que éxito- entre los escolares.

El teletrabajo penetra en la nervadura de un país que en su historia reciente ha tenido que abordar varios debates sobre la excesiva presencialidad que exige el empleo. Mientras Holanda, Suecia y, en menor medida, Francia o Alemania nos llevan años de ventaja, en España las cuestiones relacionadas con la conciliación son una materia relativamente nueva y escasamente apuntalada; lo demuestra el hecho de que la ampliación de la baja por paternidad es un fenómeno bastante reciente e incompleto, y que en las ofertas de empleo y en las promociones de ascenso profesional se sigue valorando que la persona aspirante esté disponible más allá del horario laboral.

La posibilidad de trabajar online es un salvavidas contra la previsible intermitencia del sistema productivo que nos espera durante una larga etapa, una alternativa para mantener la actividad y reducir el riesgo de contagios. La capacidad tecnológica para hacerlo viable es infinitamente mayor que cuando se inventó este método, para ahorrar desplazamientos y consumo de gasolina en plena crisis del petróleo de los años 70. La ley contempla tres formas de relación entre el empleado y la empresa, según el grado de presencialidad, una fórmula similar a la que se ha adoptado para los colegios, y de la que se ha comprobado que a mayor virtualidad más riesgo de que se acentúen situaciones de vulnerabilidad o de exclusión.

Por eso, de entrada hay varias preguntas cuya respuesta, por ahora, queda suspendida en el aire. La primera, cómo garantizar que la flexibilidad horaria no se convertirá en un pretexto para que la jornada laboral ocupe más tiempo del estipulado -los autónomos conocen bien este fenómeno-. La segunda, cómo evitar que el teletrabajo normalice una mayor carga familiar y doméstica sobre la mujer, que sigue asumiendo el encaje de bolillos de la conciliación -mucho antes que Newton, las mujeres ya trabajaban en casa-. La tercera, que teletrabajar no signifique hacerlo a salto de mata -recordemos que muchos hogares carecen de una conexión a internet en condiciones-. En definitiva, habrá que vigilar que el trabajo a distancia no acabe por esclavizar a quienes ahora mismo temen más al cierre de su empresa que a que les bajen el sueldo. De momento, inquieta el hecho de que algunos de sus flecos se confíen a la voluntariedad del empresario.

Esta ley pone de manifiesto que hay muchas otras cosas por reformar en nuestra estructura laboral, pero tendremos que esperar para comprobar, sobre la marcha, si facilita el avance hacia un modo efectivo de funcionar o, por el contrario, contribuye al deterioro progresivo de las relaciones sociales. Si es capaz de dibujar los cambios en profundidad que se necesitan ahora mismo, o si acaba por confinarnos en nuestras propias miserias y en una nueva e inusitada precariedad.

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