Vuelve a sonar el despertador. Con un acto reflejo y casi violento lo apago. No soporto su insistencia y su tono machacón. La seis y media de la mañana y amanece un jueves más. No puedo decir que haya sido una buena noche, el calor unido al cansancio me hacen difícil descansar todo lo que mi cuerpo y mente necesita. Me incorporo aún con los ojos cerrados, sé que si me quedo tumbada me arriesgo a quedarme dormida. En un duermevela comienzo mi peregrinaje rutinario; aseo, cocina y ya empiezo a estar consciente frente a la cafetera con el olor que desprende el primer café del día. Me siento en la mesa, como siempre, y espero a que los primeros sorbos cargados de cafeína comiencen a darme la lucidez necesaria para afrontar este nuevo día. Ya queda menos para el fin de semana.

Aún no he probado el café, cuando de la habitación de mi hija me llega un sonido que me sienta como una bofetada y que me planta en la vigilia de forma inmisericorde; mi hija está tosiendo. Me incorporo como un resorte y me acerco a la habitación de Rebeca. Solo con abrir la puerta y aun en semioscuridad ya sé que algo no va bien. Me acerco al lecho y el poner mi mano sobre la frente de mi hija mayor y recorrerme un escalofrío por la espalda es todo uno. Tiene fiebre. Le toco el cuello, la destapo un poco y el calor que sube de las sábanas comienza a confirmar mi peor pesadilla. Vuelvo a la cocina a por el termómetro. Solo encuentro el digital. De vuelta a la habitación, apunto a la frente de Rebeca y disparo; 39,8 ºC. ¡Imposible! Vuelta a la cocina y tras la apertura y cierre de varios cajones lo encuentro, el termómetro de mercurio, el de toda la vida, el más fiable. Sacudiéndolo con violencia vuelvo a la habitación de mi hija mayor. Coloco de lado a mi criatura, que con ocho años ya es la mayor y, con cuidado, le levanto el brazo y pongo el termómetro bajo su axila. Mientras espero el resultado, un profundo suspiro se escapa de lo más profundo de mi cuerpo.

La semana pasada no, la otra, Natalia, mi pequeña, estaba tal y como ahora se encuentra su hermana. Y aunque el corazón y la razón me decían que era una congestión fruto de un enfriamiento, con los tiempos que corren y recordando el documento que firmé en el colegio comprometiéndome a no llevar a las nenas con más de 37,5 ºC a la escuela, hice lo que tantas veces había escuchado: llamé al centro de salud para pedir cita con el médico, después llamé al colegio para informarles de cómo se encontraba mi pequeña y por último también llamé al trabajo para informar de mi forzosa ausencia. Con apenas mes y medio de antigüedad en el trabajo aún tengo muy reciente el recibimiento frío y cargado de desconfianza que mis jefes me tributaron cuando a los dos días, con el visto bueno del médico, nos pudimos incorporar de nuevo, las nenas al cole y yo a mi trabajo. Ahora Rebeca y vuelta a empezar. Pero ahora tengo la terrible intuición de que, si tengo que volver a quedarme en casa, condicionará la renovación de mi contrato y no precisamente para bien. Por cierto, si hubiese que hacer una nueva entrevista de trabajo, tengo que recordar no decir que tengo niñas en edad escolar. Mis ahorros volaron en los meses del confinamiento y mi trabajo es la única fuente de ingresos familiares que ahora mismo tenemos. Con mis padres no puedo contar, son mayores y jamás me perdonaría poner en peligro su salud. Y el compromiso con el colegio y con los compañeros y compañeras de mis hijas sigue presente, con una rubrica en un documento archivado junto a sus matrículas. ¿Qué hago? ¿Le doy a Rebeca un antitérmico, algo para el malestar y nos vamos todos, ellas al cole y yo al trabajo? O ¿Llamo al médico, al colegio y otra vez al trabajo? .... me estoy agobiando.

El pi, pi, piii del termómetro diluye mis pensamientos. Efectivamente, 38 ºC. Rebeca definitivamente tiene fiebre. Voy a tratar de tranquilizarme, me ayudará a pensar y ahora mientras me tomo el café decidiré una u otra cosa. De vuelta a la cocina, me vuelvo a sentar en la mesa, frente al café, sin conseguir decidir qué hacer. Estoy atrapada y la sensación de soledad e impotencia que comienza a invadir mi cuerpo ya me la conozco. Decida lo que decida, el malhumor será mi perro fiel durante una buena temporada. ¡Joder! Y encima el café está frío.