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Alfonso González Jerez

Quino y la compasión

Es falso que a Mafalda le gustara a todo el mundo. A Mafalda la atacaron curas y obispos, la criticaron liberales antitercermundistas y la despreciaron como papilla humorística estalinistas de diverso pelaje pero similar jocico. Lo de los curas es obvio. Entre los liberales recuerdo un feroz artículo de Carlos Rangel – un magnífico ensayista venezolano de insobornable independencia intelectual – donde la describía como una marioneta para poder soltar sandeces ideológicas que, más que falsas, eran deprimentes. En cuanto a los estalinistas, recuerdo un tarado argentino – no diré su nombre – que interpretaba a Mafalda como un síntoma de la rabia y el miedo acumulado por las clases medias sudamericanas que era incapaces de prescindir, sin embargo, de los sueños pequeñoburgueses. “Leen tres o cuatro tiras de Mafalda”, agregaba más o menos, “y se desahogan, se cepillan los dientes y a la mañana siguiente se van a la oficina o al taller”.

Mafalda es un personaje excepcional, hija de su tiempo y al mismo tiempo capaz de reflejarse en el nuestro. Pero me temo que envejecerá, que en realidad ya está envejeciendo. Ya nos conmueven más sus batallas y decepciones con sus padres (como cuando le pregunta a su madre, extenuada entre labores domésticas, “¿y vos que quisieras ser si pudieras ser alguien?”) que sus ironías más propiamente políticas. Porque la política está dejando de ser lo que era en los años sesenta y setenta del siglo pasado – el fracaso o el éxito de una promesa – y se ha reducido al fracaso o al éxito de una mentira sustituida instantáneamente por otra. Mafalda creía estar descubriendo el bien –progresista – y el mal –cavernario- y, aunque se los bacilaba, era capaz de mantenerlos cada uno en su sitio. Ya no es posible. Mafalda hoy traficaría con heroína o escribiría loas a Díaz Ayuso en La Razón. Afortunadamente Quino se la quitó de encima.

Mafalda ha sido un éxito editorial tan vertiginoso que pareció tragarse a su autor durante años. En las dos ocasiones en las que lo ví la gente le pedía una y otra vez que le dibujara mafalditas, incluso en las dedicatorias para los amigos o familiares en otros libros suyos. Cuando yo mismo, en una entrevista, me referí a Mafalda, soltó un largo resuello. Me dijo que le estaba agradecido, muy agradecido, porque lo había sacado de pobre y transformado en un dibujante mundialmente famoso, pero que le encantaría celebrar un año sin Mafalda.

--Que durante un año, solo uno, la gente se olvidara mágicamente de Mafalda. Después seguimos.

Quino, sí, era de izquierdas, inequívocamente de izquierdas, pero en sus obras, en sus chistes, en su concepción crítica de la sociedad y su elegante destripamiento de los sentimientos humanos más íntimos era evidente el escepticismo. Esto no tenía remedio, definitivamente, porque nuestro egoísmo necesariamente invencible para sobrevivir como individuos, se evidenciaba como un lastre para nuestra supervivencia como especie. “No le pidas demasiado a menudo al ser humano que sea humano”, me dijo una tarde en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, porque deben ustedes saber, dieguitos y malfaldas, que hubo un tiempo en el que la UIMP tenía una sede en Santa Cruz de Tenerife. Lúcido, inteligente, melancólico, inventor de nostalgias propias y ajenas como cualquier poeta, yo sospecho que Quino sentía, sobre todo, una enorme compasión por los hombres, las mujeres, los niños y demás gentuza en su vocación por destruir lo más hermoso de sus vidas.

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