Vivir nuevas realidades, salir de las rutinas, acabar con la singularidad de todo aquello que consideramos monótono puede llegar a ser interesante y perseguible, pero cuando lo que se ha de cruzar es un pantano cenagoso de incertidumbres y muerte la cosa se vuelve desastrosa e indeseable. La pandemia nos está dejando lo peor del ser humano.

Nuestra sociedad ha sido de lo más tolerante y solidaria ante acontecimientos difíciles y en estos momentos vivimos las miradas de recelo ante los que incumplen las normas, las denuncias anónimas para que los infractores sean castigados, las necesarias huidas de lo que siempre hemos entendido como confortable, es decir, la vivencia de ser seres sociales y sociables que gozamos con el aliento de los demás, que ahora está vetado y perseguido.

Estamos viviendo el mayor de los desajustes políticos de la historia, donde nuestros representantes se escudan en los despropósitos para salir indemnes de la crítica social, negando las responsabilidades o derivándolas a los contrarios para su desgaste o muerte política, sin una intención clara de servir al pueblo como sería su deber.

La sobreinformación sobre la pandemia es insufrible. A diario estamos expuestos machaconamente a miles de mensajes, muchos de ellos contradictorios o absurdos, para seguir las pautas que cada gobernante autonómico considera pertinente. Los derechos se han convertido en deberes y nos han persuadido de que carecemos de una razón para la lucha contra la vulneración de nuestros derechos.

En pocos meses nos hemos convertido en una sociedad enferma, triste, depresiva, angustiada y retorcidamente oprimida. El miedo a la enfermedad, a las multas, a la agonía económica, a los políticos y a la muerte, consiguen eclipsar cualquier brote de alegría. Se ha cercenado la diversión y ahora las nuevas costumbres tienen que estar al margen de las tradiciones más arraigadas de nuestro pueblo.

Cuando esta pandemia termine, que lo hará como tantas otras lo han hecho, tendremos que sobrevivir a la postpandemia con una larga lista de desajustes de difícil recorrido. El estrés postraumático podrá estar presente en muchos de nosotros y repercutir negativamente en nuestra calidad de vida.

No debemos consentir que la pésima gestión de esta alarma sanitaria nos doblegue. Tenemos que aprender de los errores y sobreponernos a lo que vislumbramos como un angustioso futuro. Habría que apostar por una renovación en profundidad de la política, la economía y la sanidad. Si seguimos esperando que los poderes públicos den el paso acabaremos mucho más hundidos en la miseria.