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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

San Agustín y el Gobierno del Botànic

Mónica Oltra, Ximo Puig y Rubén Martínez Dalmau

Rescato una frase de San Agustín, en traducción libre, que recordé en un Seminario de Gobierno del Botànic, creo que en 2016: “Cuando me analizo me deprimo, pero cuando me comparo me ensalzo”. Era necesario saberlo en aquellos inicios de ilusión y titubeos. Y es preciso ahora. Si en situaciones de ansiedad extrema hay indicadores que marcan que se está mejor que otros y entendemos que los demás no son necesariamente estúpidos ni frívolos -aunque cueste aceptarlo de algunos-, entonces cabe pensar que algunas cosas aquí se hacen bien. Para ser rigurosos, no obstante, hay que aplicar un principio que nos acompañará por años: toda situación mala tiende a estabilizarse, si no a empeorar; y toda situación buena hay que imaginarla como perversamente provisional. La conclusión no es el pesimismo sino la prudencia.

Viene bien recordarlo porque el pueblo valenciano es dado al péndulo: o somos el Levante feliz de fiestas, músicas y ubérrimos campos, o somos lo peor de lo peor: vagos, inútiles y traidores. Ni tanto ni tan calvo. Hay ahora, en todo caso, dos datos que casi nos vuelven especiales. El primero es la gestión de la pandemia, con resultados esperanzadores -aquí se aplica como en ninguna otra cuestión la llamada a la prudencia-. Porque la suma de fallos en el sistema y de problemas que vamos aplazando es abundante. Pero ya quisieran otros sistemas de salud estar como el nuestro. El segundo es que el sistema político funciona razonablemente bien en comparación con la barricada en que se han convertido los escasos 600 metros que hay de la Carrera de San Jerónimo a la Puerta del Sol, debido, sobre todo, a la tendencia al histrionismo caníbal del PP. Ni las derechas valencianas se han contagiado de tamaño humor -aunque un miserable concejal alicantino puje por mostrar la indigencia de su vergüenza-, ni los Ayuntamientos se hayan vuelto galleras, ni la sociedad civil esté consintiendo que la política valenciana sea fango y basura. Aquí y allá hay incendiarios de mérito y monosabios en nómina de instituciones o vigorosos mequetefres de las redes. Pero podemos aguantarlo. Incluso las derechas se están apuntando a la reclamación de la financiación, cuando antes españoleaban a base de negar a los españoles de aquí.

Todo ello se deberá a múltiples causas. Pero sobre todo al liderazgo del Botànic, como reflejan encuestas recientes. Éstas reconocen dificultades, esfuerzos y contradicciones. Pero otorgan una aceptación suficiente, dados tiempos de turbación. Y más que a la suma de los logros particulares, a la mera gestión -que a veces los líderes botánicos se empeñan en enaltecer en lugar de otras cosas de más enjundia-, ese reconocimiento se debe a la intuición de que algunos intangibles han funcionado bien y que si así no hubiera sido la pandemia estaría adquiriendo caracteres de carnicería corporal y espiritual -¿imaginan esto regido por Zaplana, el Bigotes, Ortiz, Alperi, Rus, Fabra…?-.

El Botànic fue posible porque a la cultura del despilfarro neodesarrollista y neoliberal, que implica destrucción del entorno -físico y moral- con episodios de corrupción para poner al País en el mapa, se le opuso otra cultura política, regeneracionista y solidaria -con gotas de paternalismo, dispuesta a usar la indignación y la transparencia como palanca de cambio y las tradiciones de una socialdemocracia templada como modelo de referencia, adobado con cierto populismo naif. Esa cultura atravesó las paredes de las instituciones: estaba en la calle y en los escaños. Y en esa cultura alternativa se sintieron representados la mayoría de valencianos, en parte inscritos en las potentes y ambiguas “políticas del cambio” que cruzaron media España -y que, por cierto, sólo perviven aquí y en Barcelona. No es que los partidos de la izquierda aprendieran a amarse: es que fueron llevados a la unidad por la convergencia previa de intereses, uso de símbolos y pensamiento crítico. Hasta reconocerse en una misma cultura, en un parecido relato.

Y de eso vivimos aún. Porque el Botànic aprendió, con la dureza de la deuda y de las cifras de la destrucción y la vergüenza, que la estabilidad y la gobernabilidad no autoritaria eran condiciones imprescindibles para realizar parte del Programa y para sobrevivir a una derecha que aún conservaba potentísimos resortes. Lo que en otras partes no fue objeto del imaginario político aquí sí lo fue. Los que estuvimos y los que están pueden dar fe de la obsesión por no cometer errores no forzados, por la angustia ante cualquier mal dato. Pues imaginemos la situación ahora.

Este Botànic agustiniano puede sentirse preocupado, pero orgulloso de lo hecho, aunque en los partidos que lo vertebran van cediendo los recursos autocríticos y emerge con frecuencia la autocomplacencia. La pregunta, no obstante, es: ¿podrá atravesar el Botànic esta selva de trampas, venenos y colmillos, de muerte, enfermedad y angustia económica, saliendo incólume? No. Nadie podría. Y no es una cuestión de matemática electoral sino de capacidad para seguir transformando desde la ilusión. El problema no es el enfado puntual entre algunas fuerzas o sus jefes o la dificultad para establecer relaciones amistosas con sectores de la sociedad civil, ni la espuma que le subirá a la boca a la derecha según le muerdan desde Madrid. Ni siquiera la financiación será el problema clave en los términos que hasta ahora hemos conocido. El problema es que algunas de las causas de dificultad extrema para la recuperación económica que se apuntan para España aquí son eje de la realidad, como la dependencia del turismo o el reducido tamaño de las empresas. El problema es cómo adaptarse a las inéditas claves de la reconstrucción sin alterar equilibrios sociales complejos. El problema es cómo reedificar una administración envejecida e inercial. El problema es cómo redibujar transparencia y buen gobierno en nuevas circunstancias sin alterar intereses creados en el Botànic y sus partidos.

La derecha no tiene ni atisbo de solución para nada de esto, pero el ensalzamiento agustiniano no puede llegar a encontrar consuelo en esa oquedad. Amargarnos ahora con ese horizonte será algo absurdo, masoquista. Pero abrir alguna ventana para mirar al horizonte servirá para aligerar tensiones que se acumulen. En fin, como dijo San Agustín: “no hay que aniquilar el deseo; hay que cambiar su objeto”. O sea: usar lo aprendido para hacer otras cosas. No sabemos si hay un mañana. Pero algunos tienen que pensar en pasado mañana.

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