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Antonio Ortuño

Esto también pasará

People pay tribute to beheaded teacher Samuel Paty in Paris

Cuenta la leyenda que hace muchos años, en un país muy lejano, vivía un rey que gobernaba un poderoso país. Un día el monarca reunió a sus consejeros y les anunció: «He mandado forjar un anillo. Mi deseo es grabar en él una frase que me ayude en los momentos más desesperados, que me ayude a tomar decisiones justas, sabias y compasivas».

Como suele ocurrir en todas las leyendas, tuvo que ser un anciano sabio, humilde y desconocido el que, un día, apareció a las puertas del palacio real afirmando que tenía lo que el rey tanto buscaba. Llevado a la presencia del monarca, el anciano entregó un papel plegado diciéndole que, en él, estaba la frase que debería grabar en el anillo. Mientras el rey recogía el trozo de papel, el anciano le indicó que solo podría abrirlo cuando se encontrase en una situación desesperada. Y así ocurrió. Pocas semanas después, el rey viéndose rodeado de sus enemigos, se acordó de la nota, la sacó de su túnica y la abrió. En ella se podía leer: "Esto también pasará". El soberano pasó del desconcierto inicial a experimentar una calma y una confianza antes desconocida para él. En ese estado de seguridad, venció a sus enemigos y regresó a su fortaleza sonriendo y entusiasmado. Sentado en su trono, lo primero que pidió fue que llevasen a su presencia al viejo. Cuando el rey vio al venerable anciano, sin poder ocultar su felicidad, se desvivió en parabienes y agradecimientos hacia la frágil figura del octogenario. Ante tan abrumadoras palabras hacia su persona, el anciano solo dijo: «Esto también pasará».

Europa sufre una segunda acometida del virus Covid-19. Otra vez, como en el pasado marzo, los números, que no olvidemos son personas, se vuelven a disparar. Otra vez nos tienen pendientes a las curvas de crecimiento de infectados, hospitalizados y de fallecidos. En España, de nuevo quedan al descubierto las lagunas, las deficiencias de un sistema sanitario expoliado y maltratado durante muchos años. Insuficiencias que ya destapó la primera oleada vírica y que nuestros políticos, más preocupados en sacar rédito electoral de la pandemia, no han sabido ni querido reparar.

Ahora los contagios son comunitarios y de ámbito social y por tanto muy difíciles de rastrear. Esta situación nos vuelve a sumir en la preocupación. Asistimos incrédulos a imágenes nocturnas de universitarios asistiendo a fiestas sin medidas de seguridad alguna y a la vez, presumiendo de su mala educación, de su insolidaridad y de una total falta de conciencia cívica. Imágenes que para nada desentonan con aquellas diurnas, de adultos, familias completas ocupando la totalidad de las terrazas de pueblos vecinos de otras comunidades, aún sin muchas medidas restrictivas, donde los protocolos para la lucha anti-covid son muy difíciles de cumplir.

Siendo el único argumento y justificación de estas aglomeraciones de adultos, se supone responsables, el de que no hay bares abiertos en sus localidades de origen. Aun así y a pesar de todo, tengo el total convencimiento de que esto también pasará.

Mientras tanto, en Madrid el Congreso de los Diputados, y sin que nadie le ponga remedio, se esta convirtiendo en un semillero de intolerancia, de falta de educación, de insultos y de ataques personales que ya nada tiene que ver con estrategias política. De estos semilleros lo único que puede brotar son «malas hierbas» que atesorarán algunos seguidores de los distintos partidos políticos para dar cobijo al fanatismo, al odio y al rencor. Valores que otros estúpidos y malnacidos los tomarán como banderas y en su nombre cometerán atrocidades de las cuales nos volveremos a avergonzar como la que nos golpeó el pasado viernes.

El viernes 16 de octubre, Samuel Paty, maestro de secundaria en una escuela a las afueras de París, fue decapitado cerca del centro educativo y en plena calle por mostrar caricaturas de Mahoma en clase. No podemos olvidar que el presunto asesino, abatido por la policía a tiros, alguna vez tuvo una infancia. También fue un niño que reía y jugaba con otros niños sin importarle las creencias religiosas, la tendencia sexual o el origen de sus pequeños compañeros de aventuras. Seguramente tuvo mala suerte cuando cayó en manos de personas «adultas» que poco a poco envenenaron su alma, su corazón y su conciencia. Aquellos que descansan plácidamente en sus casas y que fabrican discursos y consignas llenas de odio, belicosas, discriminatorias y racistas son los verdaderos asesinos, los que empuñaron el cuchillo que asesinó al profesor francés.

Ante estas realidades, mucho me temo que no puedo seguir con mi argumentario. Me encantaría de nuevo hacer referencia a la leyenda y poder señalar que «esto también pasará». Ojalá pudiese decir que la insensatez, la incapacidad, la maldad y la inmoralidad que traspiran algunos seres humanos también pasará. Por desgracia la estupidez del ser humano, que sin lugar a duda ha tenido un papel muy relevante en la evolución de nuestras sociedades, todavía no ha dicho su última palabra.

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