Me gusta contemplar los procesos de aprendizaje, ver cómo las personas aprendemos, admirar el placer que da la adquisición de saberes nuevos. Y sobre todo me gusta verlo cuando estos traspasos de conocimiento se dan horizontalmente, o sea, cuando los niños aprenden de otros niños. El asombro maravillado ante la pericia del hermano mayor o del compañero de la clase vecina, encienden un especial brillo en los ojos del aprendiz, una repentina avidez por captar, una pizca de envidia, un deseo que chispea y que busca que fructifique el crecimiento compartido.

Aprender es una actividad compleja que empieza por mirar, observar y discriminar. Sigue por entender, recoger la información, practicar, memorizar, seguir un proceso. Y acaba con la asimilación de lo aprendido, su ubicación entre otros conocimientos ya adquiridos y su aplicación cuando se considere necesario. Durante los primeros tiempos de crianza los niños y las niñas aprenden mirando e imitando a sus padres, hermanos y demás miembros de la familia. También aprenden de las voces, ruidos y ritmos de su casa que envuelven su día a día. Y de las secuencias que traen las comidas, los cambios de pañal, el sueño y las caricias, que van poniendo orden y ayudan a que el niño se oriente y capte los conocimientos y las costumbres.

Al principio aprende por pura necesidad de adaptación y supervivencia. Después por la fuerza de los vínculos con las personas que lo crían y lo animan a seguir creciendo. Aprende para agradarlos, para contentarlos, para responder a sus demandas, a sus ánimos, a sus estímulos amorosos. Y poco a poco, aprende a aprender, de tal modo que siempre lo vemos atento a las voces, los movimientos, las luces, las repeticiones.

Cuando se da cuenta de qué balbuceos, movimientos o actitudes se esperan de él, los repite y va añadiendo su estilo propio al repertorio que recopila. Si el niño empieza a ir a la escuela infantil, los aprendizajes se dan de una manera parecida. Lo mira todo, escudriña su alrededor, se vincula con la maestra, que será su sostén afectivo, observa y escucha a otros compañeros y así va metiéndose en el ambiente de la clase y de la escuela, ampliando los canales de entrada y aprendiendo a manos llenas. De las maestras le llega el baño afectivo y de acogida, las palabras, los cuidados, los cuentos, la comida, los juguetes, la limpieza y el sueño. De los demás niños le llega su energía, sus grititos de satisfacción o incomodidad, sus sonrisas, su manera de comer, de jugar, de tocar, de mirar y de moverse.

Es bonito ver cuando el niño aprende fijándose en otros niños, porque de ahí surgen nuevas posibilidades y parece que las emociones se disparan. Se percibe una ilusión adicional en cada cual, que nota que los otros son parecidos a él y se esfuerza en copiar de ellos, en atraer sus miradas, en mostrarles lo que sabe. Lo he visto en las clases de un año cuando juegan hacer torres y, aunque cada cual vaya la suya, todos ven a los demás y toman nota de sus logros. Lo he visto en los de dos años cuando hacen rodar coches enérgicamente ante la mirada de los demás. En los de tres cuando gritan con todas sus fuerzas para demostrar su potencia nueva. En los de cuatro cuando corren midiendo el patio por el puro contento de moverse con su agilidad recién descubierta. En los de cinco cuando se suben de pie en una rueda gorda y les explican a los pequeños cómo hay que sostenerse. También lo he visto en los talleres mezcladitos en los que los niños y niñas de distintas edades se reúnen en pequeños grupos para hacer trabajos de expresión plástica, construcción, poesía…

Por eso he querido destacar la alegría genuina que se produce, señalarla con el dedo, valorarla y recomendar su utilización en nuestra práctica diaria. Porque cuando un niño aprende de la mano de otro niño, su aprendizaje es más natural, más significativo, más vital, más vinculado. El que enseña se siente capaz y generoso, el que aprende se convence de que saber con ayuda de un amigo es algo importante. Y los que miramos sentimos que la vida sigue, y que es hermosa.

Así que propongo que demos ocasión a los grupos de niños para que se reúnan, se mezclen, jueguen y trabajen juntos. Agrupamientos estables, como los talleres internivelares (o mezcladitos), agrupamientos esporádicos y momentos en los que los niños se puedan juntar sin más ni más: patios, comidas, juego libre, teatro, fiestas...

En nuestra escuela hay niños y niñas de uno a seis años, y en los patios los más mayorcitos hacen toda clase de inventos y proezas que los pequeños y medianos admiran y valoran. Así que de tanto en tanto les pedimos que muestren sus habilidades. Son ratos divertidos, que ellos llaman «espectáculos». El público jalea y aplaude, los protagonistas de la demostración se esmeran para satisfacer a los espectadores, y éstos les agradecen sus enseñanzas con sonrisas y bravos. En los proyectos de trabajo hay oportunidad también de invitar a algún niño mayor para venir en calidad de experto a explicar algo a las clases. Los niños los escuchan con gran atención, les preguntan cosas y aprenden de ellos.

Este intercambio de información y experiencia a edades tempranas me recuerda a aquello que hacían los mayores de la calle explicando a los pequeños cómo se tiraban los petardos, cómo se ponían los coloretes, cómo nacían los niños o qué cara había que poner para gustar a los chicos.

Aprender de otros, un placer al alcance.