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Una trabajadora desinfecta las sillas y los pupitres de una clase de infantil.

Si volvemos la vista atrás y echamos un vistazo a la hemeroteca recordaremos que, la última semana del pasado mes de agosto y la primera de septiembre un tema acaparaba titulares y abría noticieros: la vuelta al colegio. La preocupación no era infundada. Todavía sin conocer bien al virus que estaba causando estragos en la sanidad y la economía española y europea, teníamos que hacer volver a nuestros niños y adolescentes a los centros educativos, agruparlos en aulas, en espacios cerrados donde sí se sabía que el virus tendría las condiciones idóneas para propagarse. Días antes y una semana después del inicio del curso, los responsables educativos, casi al unísono, no escatimaron en piropos para nuestras escuelas, institutos y universidades públicas. Las aulas se catalogaron como “espacios seguros”, algunos aventuraban que eran más seguros que sus propios hogares. Por momentos padres y madres respiraron aliviados; ya tenían a los más pequeños de casa controlados por sus profesores y maestros, ya se podía continuar con el ritmo de vida que seguía marcando el coronavirus. Casi un mes y medio después del inicio del curso, y salvo por alguna que otra fiesta universitaria clandestinas, o eso dicen, la ausencia de noticias sobre posibles contagios o brotes en las aulas puede dan la sensación de que los centros de educación son pequeños reductos, islas inmunes, fortalezas inaccesibles para el belicoso coronavirus. Y nada más lejos de la realidad.

Llevo años, muchos años dentro de las aulas. La mitad de mi vida como educando y la otra mitad como educador. Y por muchos años que pasen, hay un problema que no hemos conseguido erradicar de los centros escolares y no es otro que el de los piojos. El problema no son las molestias y picores que causa el parásito. El problema radica en que no hemos sabido educar en tolerancia y empatía hacia el niño o la niña portadora del molesto invertebrado. Hemos consentido que cultural y socialmente se asocie tener piojos con connotaciones peyorativas y de falta de higiene. No es la primera vez, por desgracia tampoco la última, que un adolescente, un niño, sufra acoso escolar por tener la desgracia de ser visitado por el molesto insecto. Y todo sabiendo que allí donde haya muchos niños, hay piojos. Sabiendo que el parásito no distingue de clases sociales, de economía, de raza, de creencia o de sexo. Hoy en día en los centros educativos todavía los brotes de liendres se llevan con el máximo secretismo posible. Esto conlleva un esfuerzo de recursos y reuniones no compartidas y clandestinas que lo único que hacen es mermar un tiempo precioso para actuar contra lo que verdaderamente importa que es erradicar el brote del molesto parásito. Hace ya mucho tiempo que deberíamos haber dedicado más tiempo, más voluntad y más horas de clase para que no se estigmatice al portador de piojos. Bastantes molestias tiene como para que encima consintamos que lo humillen llamándolo “piojoso”.

Con cifras disparadas de nuevos contagios e ingresos en los hospitales y al borde de un nuevo confinamiento, acabamos de estrenar un segundo estado de alarma con toques de queda impuestos por las distintas comunidades autónomas. Ahora se pone el foco de atención en el ocio nocturno, en bares, pubs y discotecas que, según las estadísticas, son los responsables del 3,5% de los nuevos casos de contagios. Sin lugar a duda, esta cifra contrasta con el 14% de nuevos contagios que se producen en reuniones familiares y de amigos en los domicilios particulares. Reuniones que se realizan sin protocolos, sin vigilancia, en espacios reducidos y donde nuestros alumnos, adolescentes y niños muchas veces son los protagonistas y la excusa de estas tertulias son curiosamente: cumpleaños, comuniones, santos… Es muy difícil creer que si el 13 de septiembre, recién iniciado el curso escolar, había en España poco más de medio millón de contagiados, que el 25 de octubre se hayan duplicado el número de estos y seguir pensando que los centros educativos están al margen de este sustancial aumento de positivos de COVID-19. En los centros educativos también hay contagios. El coronavirus no entiende ni de edades, ni de espacios. El virus encuentra en los niños y adolescentes el vehículo perfecto para llevar y traer la enfermedad desde su entorno familiar a las aulas en viajes de ida y vuelta. Así sigue extendiendo sus redes por todos nuestros barrios, pueblos y ciudades. Y sin embargo no hay noticias de brotes en los centros educativos, ni de nuevos contagiados, ni de cuántas pruebas se han realizado, ni nada de nada. En muchos centros de primaria e institutos, al igual que se sigue haciendo con los piojos, se trata a los positivos en las pruebas de PCR con el máximo secreto posible. Potenciando así que sea la rumorología y el cotilleo los que señalen a una u otra persona de ser los posibles contagiados, de ser poco menos que “los apestados”. Incluso a veces hasta se les culpa de que compañeros cercanos a él tengan que realizarse la prueba. Escondemos a los positivos de la covid-19, bien sea por vergüenza, bien sea por miedo, bien sea porque tenemos pánico a que nos señalen por la calle como infectados o vete tú a saber el por qué.

Aprendamos de nuestros errores cometidos con los brotes de piojos en las aulas. Acordémonos de la cantidad de horas de clases, de tutorías, de campañas, de charlas, de debates…que hemos tenido que dedicar para bajar a los enfermos de SIDA de la misma cruz a la que entre todos los aupamos y clavamos. No estigmaticemos a los positivos de coronavirus, no facilitemos la expansión del microorganismo que sigue teniendo en jaque a medio mundo. Apoyemos, y démosle nuestro cariño y comprensión a todos los que sufren la enfermedad. Facilitemos las labores de rastreo a los profesionales. La responsabilidad individual es la mejor vacuna contra esta maldita pandemia que todos, de una u otra forma, padecemos día tras día.

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