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Higinio Marín

Oficio de difuntos

Arreglos en el cementerio de Elche e imagen de archivo de Halloween en Alicante. | A. AMORÓS/RAFA ARJONES

Denisse AlonÇo, superviviente del brutal régimen comunista de los Jemeres, tuvo que dar sepultura a sus familiares conforme iban falleciendo. Denisse cuenta en su libro «El infierno de los Jemeres Rojos», que su sobrina Leng de dieciocho años, viéndose morir consumida de hambre, le pidió: «Tata, si no me voy esta tarde, me iré mañana. ¡No te preocupes! Cuando esté ahí arriba, ¿podrás encargarte de que me entierren bien? Hay que cavar un agujero profundo, tienes que enterrarme tú misma, para que no me roben la ropa y las bestias salvajes no puedan desenterrar mi cadáver».

La sepultura impone la obligación penosa de un trabajo sin defecto. Afrontarlo es ingresarse en la esencia del hombre en el mundo. Tal vez nuestros tanatorios y su obstinado empeño en ausentar al muerto de su muerte arrinconándolo, así como la inevitable profesionalización de los trabajos funerarios, nos permitan sobrellevar sin afrontar la muerte de nuestros muertos y, de paso, la nuestra. Lo exige ese latente pero efectivo negacionismo de la muerte que campa en el espacio colectivo y en el de la conciencia individual.

Hace años, cuando leía a mis hijos las aventuras del mago Harry Potter, llegamos al pasaje de la muerte de Doby, un elfo esclavizado al que Harry liberó. Con el cuerpo ya difunto de su amigo delante, el joven mago pide una pala porque quiere enterrarlo como es debido, sin recurrir a la magia y cargando él mismo con ese oneroso trabajo. Ese gesto, inusual en una literatura juvenil al uso, era la señal de que la magia no había vuelto inhumano al héroe de J.K. Rowling: no querer eludir la carga de la muerte es preservar la propia humanidad mediante la veneración penosa de los restos de nuestros muertos.

El trabajo de abrir la fosa -«un agujero profundo»- donde poner el cuerpo de la persona amada y de cubrirla sin permitir que el olvido confundiera el lugar con cualquier otro, ingresaba a los hombres en la conciencia mortal de nuestra condición, y convertía a las tumbas en el monumento memorial de la muerte del difunto y de la de todos, incluidos los vivos.

Hoy, la gestión industrializada de los cadáveres que nos permite apenas tocar a nuestros muertos y pone en su derredor una mampara invisible de inaccesibilidad, es una especie de magia desencantada que transforma sus restos en materiales tóxicos bajo las ordenanzas de la gestión de residuos. Pero las sociedades que no enseñan cómo tratar a los difuntos tampoco pueden enseñar a seres mortales a afrontar la vida.

Dar sepultura es ‘hacerles sitio’ a los muertos en el mundo de los vivos en un doble sentido: se les hace sitio porque se convierte el mundo en un lugar donde caben los muertos; y se les hace sitio porque se les convierte en lugar, en el lugar que pasa a cumplir las funciones post mortem del cuerpo, pues señala la localización donde cabe ir a ‘encontrar’ al muerto. Por eso, aquel emplazamiento pasa a tener el nombre del muerto y se excluye de cualquier otro uso, y se separa del resto de lugares indiferentes, y se cuida y se mantiene reconocible la señal de todo aquello, con frecuencia tallada en piedra, para que no se borre ni se olvide.

Es cierto que allí no encontramos al muerto sino su irreparable y muda ausencia, pero esa es precisamente la misión de la sepultura: mantener en pie y materializada la ausencia expresando y reforzando la memoria de los vivos que se resisten a la dispersión de los restos y los recuerdos de sus muertos.

Las sepulturas comparten con los ramos de flores que aparecen en las cunetas de las carreteras o las barandillas de las ciudades, en señalar que aquel lugar aparentemente indiferente, ha sido el escenario de una catástrofe invisible para todos salvo para quienes no la pueden olvidar, ni dejar aquel sitio sin señalar con su lamento.

El hombre aprendió a levantar monumentos para dar la medida del dolor de la ausencia. Monumentos que en la medida que son la huella erigida de una pena que no se apaga, son también como la cicatriz de un daño sobre la tierra. Volvemos a las tumbas de nuestros muertos a reponer sobre el mundo y sobre nosotros la cicatriz indeleble que dejó la muerte de aquellos cuya falta no se cura y cuyo recuerdo nos permite reconocernos.

De ahí que la sepultura sea la huella monumental de la ausencia invencible de aquellos que le faltan al mundo para que sea el nuestro, el de nuestra vida completa. Pero es el mundo humano mismo el que no estaría completo sin la inclusión de los difuntos: eso nos distingue de todos los demás seres vivos. El mundo sin ellos sería un lugar sin memoria, sin orografía esencial porque solo esos “agujeros profundos” alcanzan los límites interiores de este mundo señalándolos.

Toda la civilización humana depende de ese ejercicio de memoria profunda que no deja desvanecerse en el olvido a los muertos. La tumba es la primera materialización de un órgano exclusivamente humano: el corazón (del latín cor) a dónde regresar se convierte en recordar. El individuo sin recuerdos es un sujeto sin corazón, y de entre todos los recuerdos ninguno más crucial que el de los muertos.

De hecho, la civilización que destierra de este mundo a sus muertos es ya una forma de barbarie. El hombre se oculta a sí mismo su realidad cuando disuelve la de los difuntos mediante una cultura y una conciencia olvidadiza que elude su veneración porque le recuerda la propia condición mortal.

La conciencia personal alcanza su propia madurez mediante ese oficio de difuntos. Para la mayor parte, la muerte antes que un trance letal es una experiencia de la conciencia padecida mediante la muerte de aquellos cuya desaparición nos hiere fatalmente. Convertir esa experiencia de la conciencia en un duelo psicologizado con fases y estándares es una de esas banalizaciones de penoso gusto con la que nuestra cultura nos hurta la realidad de nuestra vida.

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