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Esperando a Godot

Daniel McEvoy

De los nombres de Cristo

Seguramente habrán oído ustedes comentar la anécdota que refiere que las lenguas de las tribus esquimales tienen cientos de vocablos diferentes para definir la nieve, en función de una serie de variantes que, para los que vivimos en nuestra latitud, escapan a nuestra comprensión. No obstante, si intentan buscar información en Internet que corrobore esa anécdota, encontrarán que hay multitud de sitios que la califican, como se suele decir hoy en día, de leyenda urbana.

Lo cierto es que hablar de cientos de vocablos diferentes no deja de ser una exageración, pero la afirmación tampoco es una total invención. De hecho, durante un estudio llevado a cabo a finales del siglo XIX por el antropólogo estadounidense de origen judío alemán, Franz Boas, en la isla de Baffin, en el extremo noreste de Canadá, para estudiar el estilo de vida de los Inuit, observó que los esquimales tenían docenas de palabras para la nieve. El debate, no obstante, surge del hecho de la peculiaridad gramatical de las leguas esquimales, fundamentalmente de sus dos grandes ramas, Inuit y Yupik, que tienen una peculiaridad conocida como polisíntesis, que permite construir palabras muy largas, equivalentes a toda una oración, mediante la adición de diferentes morfemas al tema radical.

Sea como fuere, estudios antropológicos y lingüísticos posteriores han concluido que Boas tuvo la precaución de incluir sólo términos que supusieran una diferencia semántica realmente significativa. En la actualidad, tras el análisis de unos diez dialectos Inuit y Yupik, se ha documentado que, por ejemplo, en el Yupik hablado en Siberia central hay cuarenta palabras para expresar el concepto de nieve, mientras que en el dialecto Inuit de la región quebequesa de Nunavik se han llegado a contabilizar hasta cincuenta y tres.

En cualquier caso, estas disquisiciones nos llevan a un axioma que es nuclear en filosofía, particularmente en lingüística, según el cual lo que no tiene nombre no existe. Expresado de una forma más científica, según la que es conocida como la «Hipótesis de Sapir-Whorf», las estructuras gramaticales y léxicas de un idioma dan forma al pensamiento de la comunidad lingüística que conforman sus hablantes. Dentro de los lingüistas que defienden esta hipótesis hay dos posturas: la de los que abogan por una suerte de determinismo lingüístico, afirmando que la lengua determina el pensamiento, y otra más moderna, que se posiciona en una versión más laxa de la hipótesis, según la que una lengua influye, pero no determina, el pensamiento de sus hablantes.

No sé si Fray Luis de León (1527-1591), el catedrático más famoso de la Universidad de Salamanca, con permiso de Don Miguel de Unamuno, se planteó alguna vez estas cuestiones lingüísticas. Seguro que sí, puesto que, aunque es más recordado por su faceta mística y poética, su gran obra en prosa se titula De los nombres de Cristo. En ella, el agustino realiza una exégesis sobre los diferentes nombres con los que las Escrituras se refieren a Cristo. Los estudiosos de la obra de Fray Luis afirman que la clave para comprender este estudio se encuentran en la Cábala cristiana, que bebe de las fuentes de los conversos españoles de los siglos XIV y XV, y cobra fuerza entre las mentes cultivadas del Renacimiento. Sólo en ese contexto se entienden muchos de los argumentos que el erudito escritor despliega en De los nombres de Cristo. Por el contrario, Fray Luis era completamente opuesto a la Cábala hebraica, o gematría, que interpreta los nombres, palabras y frases hebreas asignando un valor numérico a cada carácter de alfabeto. En sus propias palabras, al hablar del nombre de Jesús, afirmaba: «Y no diré del número de las letras que contiene este nombre, ni de la propriedad de cada una delias por sí, ni de la significación singular de cada una, ni de lo que vale en razón de aritmética, ni del número que resulta de todas, ni del poder ni de la fuerça que tiene este número, que son cosas que las consideran algunos y sacan mysterios delias, que yo no condeno; mas déxolas, porque muchos las dizen, y porque son cosas menudas y que se pintan mejor que se dizen».

Sin ánimo de parecer críptico, si les he contado todo lo anterior ha sido, aparte de porque me parecía que podía suscitar su interés y curiosidad, porque he llegado a la conclusión de que las personas que nos gobiernan utilizan alguna suerte de fórmula cabalística para explicar la realidad que el resto de los mortales no entendemos. Eso o que nos toman el pelo constantemente, quédense con la versión que prefieran. Intentaré desplegar mi hipótesis, que sin duda no será tan sesuda como la de Sapir-Whorf, con algunos ejemplos.

Como les relataba, lo que no tiene nombre no existe. Esto lo saben muy bien los políticos. Nuestro alcalde, que seguro que conoce esa máxima, se ha erigido en una especie de Matías Martí, el personaje de La Colmena, de Camilo José Cela, que inventaba palabras. Quizás por eso al antiguo edificio de Correos, que languidece en el Paseo de la Juventud, le llama «Centro de Moda y Diseño del Calzado»; aunque la donsellera de Innovación, que para eso es consellera, lo ha rebautizado como «Centro de Tecnologías Habilitadoras». No sé a ustedes, pero a mí me parece más inteligible la cabalística implícita en la obra de Fray Luis de León. Lo mismo sucede con la estación del AVE. Un apeadero, en medio de ninguna parte, sin conexiones con la ciudad y en el que muchos pensamos, visto lo visto, que no llegará a parar ningún tren. Pues bien, ese engendro es la «Estación Dama de Elche». Será la misma Dama que tenía que venir para una exposición temporal.

Ahora bien, si la consellera fue capaz de superar al alcalde, hay un ministro que los ha superado a ambos, José Luis Ábalos, ministro de Fomento, que ha tenido la ocurrencia de renombrar el Aeropuerto de Alicante-Elche como «Aeropuerto de Alicante-Elche Miguel Hernández». Yo pensaba que el Sr. Ábalos era ministro de Fomento, no de «nomenclatura». Por eso, de él no esperaba una boutade de este tipo, sino que hubiera anunciado no sé, por ejemplo, la conexión ferroviaria del aeropuerto a través de la línea de cercanías. La lástima es que ha conseguido lo que pretendía: que la gente hable del nombre del aeropuerto y no del olvido de Elche en los presupuestos de su ministerio. Puestos a lanzar cortinas de humo, yo en su lugar hubiera sugerido para nuestro aeródromo un nombre más acorde con el historial del ministro: «Aeropuerto Internacional Delcy Rodríguez».

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