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Manuel Alcaraz

Trump, covid y Plan Rabassa: Elogio de las cosas que eran reales

Donald Trump.

Lo malo de todo esto es que caminamos hacia la irrealidad. Ni yo soy yo, ni mi casa es ya mi casa, que decía Lorca. Y así no hay manera de ponerse de acuerdo. Los pactos requieren de fuertes dosis de realismo. Y no es el caso. Escribo estos artículos los viernes a media mañana. Hoy también y, para más datos, escuchando Il Trovatore, de Verdi, interpretado por Plácido Domingo; cuando acaba sigo con una rareza: adaptaciones de Bach y Piazzolla para bandoneón y piano. Así que me confieso confuso: de aquí a un rato se anuncian nuevas restricciones a la movilidad en la CV; los Presupuestos de la Generalitat pueden seguir con su vals triste por fatiga de los bailarines; hay una campaña en las redes para que las luces navideñas se enciendan ya -yo diría que también las de Hogueras, y vamos ganando tiempo- y en Arizona y otros escenarios de cine el asunto está como está: el Presidente americano, otrora señor circunspecto, con perfil de asesino reprimido o de marioneta tonta, ha dejado paso a alguien que, como dirían Les Luthiers, o no es él o no es su cara: alguien, en fin, imposible, pero cierto. Todo lo relevante aún no ha pasado. Y todo lo relevante ya nos ha pasado, nos está pasando. Poco nos pasa para lo que nos podría pasar, pues. Que no se empeñen en dar razón los psicólogos a los que entrevistan cada día: hay que consultar a historiadores, antropólogos, arqueólogos, fabricantes de caleidoscopios, qué se yo. Sitio hay para todos: las páginas patrocinadas y los webinar de pago son tan elásticos como el Universo en expansión. La Fama va barata. En este big bang permanente, en este sueño eterno, todo es posible. Aunque, eso sí, vamos desquiciados. Menos Verdi, Bach o Piazzolla.

A estas alturas ya habrá advertido el lector de que me vence una pesadumbre fastidiosa, una anemia de la voluntad. Pero ese estado de ánimo expresa mejor la cualidad de las cosas y sus relaciones que todo intento de someterlas a razón estricta. Vamos a suponer que la pandemia y las Elecciones de EE.UU. -en las que juegan una especie de hermano psicópata de Queipo de Llano contra Feijoo- no tienen nada que ver. ¿Pero y si no fuera así, en algún sentido? La causalidad ya no es lo que era y los argumentos y los tiempos se amontonan: los mapas de la existencia no son los de los viejos atlas, tan bien pintados, sino los de la atmósfera: borrosos por lo que un pequeño cambio hace llover donde decían que habría sol. No sabemos aún cómo ha podido influir la pandemia en el voto. Pero probablemente podemos debatir cómo las circunstancias que permitieron que Trump llegara a Presidente, que se comportara como un desalmado y que ahora obtenga un gran resultado, tiene que ver con las formas generales de interpretar y actuar ante el covid.

Esa mezcla de desconfianza, de ganas de echar la culpa a otro, de vapulear la ciencia desde todas las posiciones -las más procientíficas y las más analfabetas-; la incapacidad para hacer evaluaciones globales de un fenómeno que no se para en fronteras; la angustia física evidente en muchos políticos y periodistas por sacar réditos inmediatos a la evolución de la enfermedad; la imposibilidad, en estos momentos, de saber qué está pasando con el neoliberalismo y de asignar culpas o premios a los héroes-malos-ricos de nuestra época; la transformación del raciocinio político en indignación y rabia; la negativa de las redes a casi cualquier pretensión de educar deleitando y aun de informar; la incapacidad de comprender las limitaciones que la cultura de cualquier grupo humano impone a la voluntad de los gobernantes y sabios opinantes. Todo eso nos explica, a la vez, las dificultades para tratar al virus como al infame que es y cómo es posible que Trump haya gozado del “poder omnímodo” que decían aquellos simpáticos e imbéciles estudiantes estadounidenses en “Amanece que no es poco”.

Pero establecer esta clase de correlaciones complejas es complicado en este tiempo de prisas estructurales, de almas de reloj y de retórica de telegramas. El abordaje de la crisis debe ser holístico, completo y complejo y no mecánica suma de partes. Pero por no hacerlo seguimos vagando por las tristezas de elegir entre vida o economía, esa falsa opción. O los portavoces siguen dudando si es mejor decir la verdad para fomentar la responsabilidad o acallar temores y fomentar la irresponsabilidad que luego lamentan. Y las prisas por dar aviso de progresos en vacunas contrasta con el paulatino alejamiento de resultados, dando tiempo a que el número de los que no quieren vacunarse crezca. La nómina de contradicciones que podrían evitarse, o reducirse, tiende al infinito. Y no seré yo quien quiera estar ni un minuto en el lugar de los que toman decisiones y las cuentan. Ni en los de los que no toman decisiones, y las cuentan de cualquier manera.

Todo eso es Trump y los trumpitos que aquí y allá, sean damas ecuestres a lo Juana de Arco o con apostura de picadores creyendo que son conquistadores de Breda. El virus ha resultado ser muy populista: vago, evanescente, taimado, vocinglero, presuntamente igualitarista -como un referéndum o unas Elecciones Primarias-, dado a promover charlas de cuñados y a generar rumores de ciencia infusa. Y viral. Como buenas partes de nuestra cultura se habían plegado a esa forma de amar el mundo nos cuesta renunciar a respuestas fáciles y falsas para un problema tan rubio, tan gordo, tan espantoso en su expansión: los virus con cara de nuevos ricos no nos gustan, pero si fueran viejos pobres serían peores.

Por eso el peso de la realidad disminuye: hemos hecho de políticos, de influencers o tertulianos dietistas de la inteligencia. ¿Dónde va la realidad que se pierde tras cada proceso de adelgazamiento de este tipo? Lo ignoro. Pero como Dios, en su avatar de Santa Faz, aprieta, pero no ahoga, el juicio sobre el PGOU de Alicante nos recuerda los buenos tiempos en que éramos hiperrealistas. Un testigo explica -más o menos- que le llevó a una partida de mus al Alcalde Alperi 60.000 euros que le había dado el constructor -y otras cosas- Ortiz a través de su esposa, en un sobre, porque se los debía de un negocio. Y que Ortiz y él eran amigos por haber presidido dos equipos de fútbol -uno ya no existe y el otro existe poco-. Ni Trump, ni Ayuso ni el covid que hablara, serían capaces de imaginar un argumento como este. Esto no puede ser falso. Aunque sea imposible. Fueron un poder omnímodo. Y les queda la traza. Que la gocen con salud. ¡Viva California y muera el Plan Rabassa!

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