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Manuel Alcaraz

Una reflexión sobre la crisis del Botànic

Ahora parece que muchas cosas han hecho crisis, a partir de los desencuentros entre PSOE y Compromís

Una reflexión sobre la crisis del Botànic

Hace un mes dediqué un artículo muy elogioso al Botánic, por su buena gestión de la pandemia y su capacidad para promover consensos y una sociedad valenciana relativamente estable.

Ahora parece que muchas cosas han hecho crisis, a partir de los desencuentros entre PSOE y Compromís. (Unides Podem perdonará que les omita en este análisis porque, me parece, no son parte del problema ni, tampoco, por ahora, intentan ser parte de la solución). ¿Qué ha ocurrido? Me parece que la misma dinámica positiva que defendí ha revelado signos de fatiga evidentes en cuanto se han enredado los acontecimientos -presupuestos, repunte del covid, aparición de esperanzas en forma de vacunas y fondos europeos-. Por ello, el marco de gestión muestra grietas y pide reformas o, al menos, la toma de conciencia de algunas causas profundas. Causas que, desde luego, no pueden circunscribirse al relato de lástimas y penas con el que algunos periodistas ilustran lo que va sucediendo. Como no tienen arreglo en las llamadas bienintencionadas a recuperar la armonía, la unidad y los «orígenes».

Ciertamente no sé por qué el president no convocó a la vicepresidenta de urgencia y formalmente. Pienso que Ximo Puig sembró semillas de discordia por la forma en que disolvió anticipadamente la anterior Legislatura y las esparce ahora dejando sueltos a devoradores de la tranquilidad política, cuadros de su organización que llevan lustros confundiendo la política con atacar al compañero. Y también creo que es insostenible que Mónica Oltra persevere, disfuncionalmente, en compatibilizar la Vicepresidencia con la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, y que su política comunicativa se centre en dividir el entorno en amigos y adversarios. Pero, dicho esto, los factores personales pueden pasar a un segundo plano. Los problemas son estructurales y tienen que ver con lo hecho por el Botànic y con la política española y hasta europea.

«Vida líquida» es una de las obras de referencia de las ciencias sociales de las últimas décadas. En su comienzo, su autor, Z. Bauman, cita a Emerson -en un libro sobre la prudencia-: «Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad». Esta es la lección olvidada por el Consell: a la aceleración del mundo en cinco años -en parte provocada por su propia acción de gobierno- le ha seguido una ralentización de los reflejos, un peso creciente de las inercias antes que el deseo de innovación -pese a retóricas que también han envejecido-. Bauman hace esta referencia para indicar que su obra pretende analizar un mundo complejo regido por la «modernidad líquida», que se basa en la incertidumbre: en esta sociedad «las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas». Esto es lo que ha olvidado el Botànic: que fuera de sus paredes el mundo es muy complejo y más volátil que lo que puede controlarse en las reuniones del Consell, y que las comparecencias públicas son recibidas de manera distinta según las expectativas y convicciones por una opinión pública cada vez más fragmentada.

Y digo olvidado porque esa intuición, esa agilidad en las formas, esa comprensión de la realidad, es lo que estuvo en los orígenes y no la mera benevolencia entre partidos complementarios. Porque el Botànic fue posible -como gobierno y como experiencia a imitar-, porque Compromís y PSPV habían alcanzado una compenetración cultural muy elevada en los años anteriores: los liderazgos se habían fraguado, de distinta manera y con variado énfasis, en les Corts y en las calles. Se había coincidido en el diagnóstico y en la necesidad de establecer unas líneas de futuro, líneas de luz y no líneas rojas de mutuas prohibiciones: rescatar personas, transparencia, nuevas fórmulas de vertebración de lo territorial, lo económico y lo social y reivindicación al Estado, fraguaron en un programa común que llevaba al terreno de la gobernabilidad lo que podía creerse mensaje publicitario. Por eso la gran obsesión del Botànic en sus primeros años fue la gobernabilidad: había descubierto que el desgobierno de la derecha era la causa y el efecto del abandono de la decencia, y que la indignación de buena parte de los valencianos -pese a todo una mayoría relativamente exigua- reclamaba formas de política más comprensibles y accesibles. Se trataba de hacer comprensible esos ejes y no el agregado de propuestas desiguales, la letra pequeña de los acuerdos.

Pero esa dialéctica fue también posible porque se inscribió en las llamadas «políticas del cambio», esa reacción al bipartidismo y a la apatía de los principales partidos españoles ante los efectos de la crisis de 2008 y las recetas neoliberales europeas. La grandeza del liderazgo de Oltra consistió en incardinar el relato de una fuerza novedosa -aunque con mucha experiencia dentro- en la misma corriente que supuso el avance de Podemos, Colau, las Mareas o Carmena. La grandeza del liderazgo de Puig consistió en hacer que el PSPV fuera por delante del PSOE y buscara nuevos vínculos entre la realidad valenciana y la española, redirigiendo un voto histórico hasta hacer que no fuera incompatible con esa transformación. La perspectiva social y la federal mostraban su compatibilidad.

El problema es que la ola del cambio, así entendida, ha terminado. Si miramos el panorama apenas si resiste Colau -Podemos en el Gobierno ya es otra cosa-. Muchas son las razones pero, básicamente, podemos apuntar tres: 1) algunos objetivos de esas fuerzas ya se han alcanzado y los problemas políticos ahora son tan graves como en el pasado, pero son «otros» -la corrupción no marca la agenda y la actitud de la UE se mueve por otras coordenadas-; 2) la indignación permanente es nociva para la democracia y la necesidad de tranquilidad y seguridad es precisa porque, de lo contrario, crece la incertidumbre y aumentan las pulsiones autoritarias; 3) los hiperliderazgos han mostrados sus límites: esenciales para fabricar una alternativa, destrozan las estructuras colectivas de ideas y de acción en el medio plazo. Por lo tanto, el cambio, que fue algo muy concreto en 2015, se ha convertido en algo abstracto, en un combustible que apenas es capaz de empujar una movilización social convergente con las políticas propuestas desde el Consell. Mientras, los grupos parlamentarios navegan en una cierta indefinición sin alcanzar a ser actores dinámicos en la promoción de alianzas sociales y atractores de ideas.

Pese a todo, la fuerza acumulada del Botànic es tal que le permite sobrevivir con muchísima dignidad -y en este sentido ha sido notable la resistencia de Compromís, cada vez más aislado de otras fuerzas ajenas a la CV-. Había programa para continuar estabilizando el país, y emergen aspectos, como la educación, la innovación y, sobre todo, la lucha contra el cambio climático, que pueden dar señales de renovación si logran articularse y presentarse como apuestas por la cohesión y la igualdad más allá de las promesas, a veces algo fatigosas en su reiteración. Lo malo es que, como en todo gobierno dilatado, las pulsiones conservadoras internas juegan su papel y, paulatinamente, se tiende a considerar que mejorar la gestión consiste en repetir lo que ya se conoce, eliminando, de paso, cauciones molestas -como las que tienen que ver con la transparencia y el buen gobierno-. Hace un año se estaba en un equilibrio estable y, en comparación con otras CC.AA., podíamos presumir de que no nos iban mal las cosas, siempre que se pudiera promover una mirada estratégica de largo plazo: la derecha no ha levantado cabeza y sigue ahogándose en sus gritos de impotencia. Y seguimos mejor que muchas de esas comunidades.

Pero llegó la pandemia. Para ese embate nadie estaba preparado. Nadie. Ni aquí ni en ningún sitio. No es mi deseo analizar la gestión de este momento que, sigo pensando, ha sido globalmente buena. Baste decir que ciertas carencias estructurales -Ley del Gobierno, regulación del sector público instrumental, falta de modernización de la administración, etc.- y la inexistencia de un sistema federal firme, así como los déficits en la financiación, han provocado brechas, dando la sensación de algunas ausencias que, muy probablemente, existían sobre todo en las mentes de algunos empeñados en convertir la pandemia en un festival de noticias. Que haya habido casos de oportunismo, y de celos, tampoco hay que negarlo: los políticos y políticas no son como las pompas de jabón de Machado, «ingrávidos y gentiles». Pero lo cierto es que en este momento se aprecia un Consell en plena contradicción: desencajado de sus goznes, con partidos enfrentados, con muestras innecesarias de irreflexión, con unos presupuestos para 2021 necesaria y notablemente crecidos, con un incremento de la presencia pública y de la capacidad de acción del president. El Botànic ha mutado. Hay cosas obviamente negativas y otras que pueden recomponerse. Pero lo que los integrantes del Botànic no pueden hacer es recrearse en patinar sobre hielo quebradizo a base de propinarse pisotones mutuos, porque en la nueva fase de ayudas y vacunas, las opciones de las derechas van a resituarse, la evolución del voto municipal es una incógnita y, sobre todo, la curva de crecimiento de la incertidumbre y del populismo es más que alarmante.

Esto no se arregla, pues, con abrazos y buenas palabras. Y menos con provocaciones mutuas, abuso de redes, portavocías interpuestas y reparto de medallas en los partidos a los que sean más agresivos -los partidos son los primeros que deben reflexionar, en lugar de externalizar las culpas-. Me parece que lo prioritario es recuperar la templanza, porque queda cuerda para rato. Claro que hay una crisis, pero en todos los gobiernos de coalición las hay -en los otros también-, pero se solucionan con un rigor que aquí no sirve. Seguro que los aspectos más sangrantes se solucionarán, aunque los días de vino y rosas hayan terminado. Pero las hemorragias más graves son las internas. El Botànic, a la vez, ha de aprender a mantener y a refundarse, a ocuparse de lo urgente y de lo más necesario. ¿Difícil? Mucho. Pero menos que la introducción de las fuertes reformas que acometió desde 2015, con el logro del incremento de la autoestima de los valencianos y el radical cambio de la imagen que de la CV se tenía en el exterior.

Y sabiendo esto ojalá que nuestros dirigentes tengan fuerza y sabiduría para entender que de lo que se trata es de repensar las líneas de convergencia. Líneas claras, pocas, concisas, sin necesidad de saquear el diccionario. Comprensibles para la mayoría de progreso sobre la que se asienta el Botànic y no sólo para unas élites dadas más a sobreentender que a entender. Y, sobre todo, formuladas como nuevas preguntas, sin dar nada por sabido. Ni siquiera las formas de vertebración interna del Consell, en especial las que provocan más conflictos que remedios ponen. El cambio genérico no sirve, aunque esperan muchísimos cambios en una línea de izquierdas, o de centro-izquierda. La pandemia ha desestructurado el mundo conocido. No creo que toda crisis sea oportunidad de mejora. Probablemente vamos a salir peor, porque va a haber miles de valencianos más pobres, más humillados y más perplejos ante la lentitud burocrática de las administraciones y las dislocadas voces de sus políticos. Pero también es cierto que se abren algunas puertas para reformular compromisos y encontrar nuevas alianzas. El Botànic, sobre todo, fue imaginación. La crisis ahora es de imaginación. Que los jefes del proyecto se reúnan, pero que decidan, sobre todo, abrir las puertas a la sociedad. Es entender que lo que permitirá salir del bache será derrotar a los fantasmas de la comodidad, de la inercia y de los males de la pandemia. Todo lo que no sea eso, será camino para nuevas frustraciones y creciente nerviosismo ante cada encuesta.

En las primeras palabras de «Ana Karenina», Tolstoi escribió: «Todas las maneras de sentirse uno feliz se parecen entre sí; pero los desdichados ven siempre en su infortunio un caso personalísimo”. Una de las cosas que hizo el Botànic fue intentar que la felicidad en política pudiera ser distinta de la que la derecha valenciana había adoptado como patrimonio. Su cultura común consistió en eso. Ahora se equivocan unos y otros si a su pérdida de humor le añaden el fuerte convencimiento de que su desdicha es la única justa y justificada. Si perseveran en ello, en un par de años -o menos- la alternativa consistirá en que gobierne un pacto nefasto de derecha y ultraderecha o que, en lugar de un Pacto del Botánico, se llegue a un Pacto del Zoológico. Mala cosa.

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