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Eduardo Jordá

No es verdad

Chaves Nogales

Esta semana se ha publicado la edición monumental, en cinco volúmenes, de la “Obra completa” de Manuel Chaves Nogales (en Libros del Asteroide). No puede haber un momento más adecuado. Hasta hace relativamente poco, Chaves Nogales era un nombre casi desconocido. Recuerdo haber visto, hacia 1972 ó 73, la cubierta del ejemplar de Alianza de “Juan Belmonte, matador de toros” en el escaparate de la Librería Tous, de Palma (que estaba entonces en la calle Unió y que atendía el gran Antoni Serra). Era un ejemplar de color morado, muy feo, y aunque lo estuve observando un rato, enseguida pasé a otra cosa, por la sencilla razón de que no me gustan los toros y porque el nombre de aquel autor, Chaves Nogales, no me decía nada. Es muy probable que aquel día, cegado por la moda del momento, me comprara un tratado filosófico totalmente ilegible de Deleuze o de Derrida. Y en cambio dejé escapar el único libro que entonces se conocía en España del que es, casi sin ninguna duda, el mejor periodista español del siglo XX.

Hay una foto de Chaves Nogales, tomada en Asturias, en octubre de 1934 -durante la Revolución minera contra el gobierno conservador de la República-, en la que el periodista está tomando notas en una libreta de mano mientras escucha el testimonio de dos mujeres -una mayor y otra mucho más jóvenes- que le están hablando del asesinato del párroco de Sama de Langreo. Durante la Revolución de Octubre, que fue muy sangrienta -hubo 2.000 muertos, entre ellos 34 curas y seminaristas asesinados por los revolucionarios-, la prensa se convirtió en un simple órgano de propaganda al servicio de la derecha o de la izquierda (prácticamente lo que está ocurriendo hoy en día). La prensa conservadora empezó a relatar crueldades y atropellos cometidos por los mineros revolucionarios. Se habló de curas crucificados, de seminaristas quemados vivos dentro de sus iglesias, de sacerdotes torturados y arrojados al río, de iglesias vejadas y destruidas. La prensa de izquierdas -la que podía publicarse- intentaba quitar dramatismo a los hechos y difundía toda clase de calumnias contra la iglesia católica y los abusos de los propietarios de las minas. Prácticamente -igual que hoy en día- no existía el término medio: o se estaba a favor de los mineros y los revolucionarios, o se estaba a favor de los militares que fueron a sofocar la revuelta a sangre y fuego. Eso era todo.

Pero ahí apareció Chaves Nogales. A comienzos de octubre, cuando la revuelta se extendió por Asturias (y fracasó en Cataluña), Chaves Nogales fue enviado por su periódico, “Ahora”, a cubrir los hechos. El periodista recorrió casi toda la cuenca minera entrevistándose con guardias civiles, con testigos presenciales, con maestros, con vecinos, con militares y con los pocos mineros con los que consiguió hablar. Donde había habido crímenes y fusilamientos, Chaves Nogales fue reconstruyendo los hechos para verificar qué había de verdad y qué había de mentira en las noticias histéricas que se difundían en la prensa. Y para eso llevaba su libreta de notas y su pluma siempre a punto. En Sama de Langreo, el párroco del pueblo, un hombre joven llamado Venancio Prada, había sido asesinado en la calle, de un tiro, cuando huía de la iglesia incendiada por los mineros. ¿Quién lo había matado? ¿Y cómo? Chaves Nogales entrevistó a todos los testigos presenciales que encontró y así pudo reconstruir los hechos en las crónicas que enviaba a su periódico (y que forman parte del reportaje “La crisis de Asturias”).

Chaves Nogales no simpatizaba con los mineros revolucionarios que se habían sublevado contra el gobierno legítimo de la República. Para él, la revuelta de los mineros ponía en gravísimo peligro las débiles instituciones democráticas de la República. Pero Chaves tampoco podía tolerar las mentiras ni las exageraciones disparatadas que difundían los medios conservadores. Y lo dejó muy claro en sus crónicas: “No es verdad que en Sama los revolucionarios se comieran un cura guisado con fabas; no es verdad que en Ciaño despanzurraran a la mujer de un guardia civil y le hundiesen un tricornio en las entrañas; no es verdad que el cadáver de un capitán de la guardia civil fuese expuesto en el escaparate de una carnicería con el letrero de ‘Se vende carne de cerdo’”. Para Chaves Nogales, todo esto era indiscutible y había que publicarlo. Pero también era cierta “una escalofriante lista de crímenes cometidos por la segunda oleada revolucionaria, la más fiera”. Y entre esos crímenes estaba el del párroco de Sama, aquel cura joven -no tenía ni treinta años- al que le pegaron un tiro en medio de una calle del pueblo. Eso decían las notas de la libreta. Y eso, claro está, también había que decirlo.

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