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Carlos Gómez Gil

Palabras gruesas

Carlos Gómez Gil

75 aniversario de las Naciones Unidas

El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres. EP

En un año dominado por la pandemia del covid 19, en medio de una crisis social y económica de dimensiones épicas y cuando tensiones mundiales causadas por problemas como el cambio climático, las migraciones forzosas y una desigualdad creciente no dejan de agigantarse, hablar del 75 aniversario de las Naciones Unidas, cumplido hace unas pocas semanas, puede parecer inoportuno al ser tantos los malestares y desafíos. Sin embargo, muy al contrario, estamos ante una de esas conmemoraciones que tenemos que rememorar con una cierta satisfacción, a pesar del balance insatisfactorio de su andadura a lo largo de estos tres cuartos de siglo.

El 25 de octubre de 1945 fueron ratificados los estatutos de una novedosa Organización de las Naciones Unidas (ONU), aprobados tres meses antes en la llamada Carta de San Francisco, celebrándose la primera Asamblea General de los países miembros en enero de 1946. Esta inédita institución formaba parte de la nueva arquitectura internacional impulsada por Estados Unidos tras la devastadora Segunda Guerra Mundial, sumándose a las organizaciones surgidas con anterioridad en la conferencia de Bretton Woods, de julio de 1944, en la que vieron la luz el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Fomento (BIRF), embrión del Banco Mundial.

En un mundo asolado por un conflicto global nunca antes visto en la humanidad, las Naciones Unidas trataban de ser una organización novedosa, capaz de promover la paz al limitar el uso de la fuerza entre países mediante instrumentos jurídicos y políticos que garantizaran el respeto al derecho internacional, promoviendo unos derechos humanos básicos inherentes a la dignidad humana. El reconocimiento a la soberanía de los Estados, junto al impulso a los procesos de descolonización que por aquel entonces se extendían en países del Sur, eran piezas fundamentales para crear espacios de colaboración entre los diferentes países que permitieran impulsar la estabilidad, la prosperidad y la cooperación global para la solución de los problemas en el mundo. Uno de sus éxitos se demuestra al comprobar cómo esta institución ha pasado de contar con los 50 países que pertenecían en sus inicios, a los 193 que forman parte en la actualidad, la totalidad de la humanidad.

En palabras de uno de sus secretarios generales, Dag Hammarskjöld, fallecido en un accidente de avión en 1961 cuando volaba a Zaire para mediar en la guerra de Katanga, la Naciones Unidas no fueron creadas para llevarnos al cielo, sino para salvarnos del infierno. Pocas veces se ha expresado con tanta crudeza las enormes limitaciones que tiene una organización internacional que, en demasiadas ocasiones, ha estado muy lejos de evitar que tantos y tantos países del mundo se precipitaran por el abismo en sus setenta y cinco años de existencia. Y es que a medida que esta organización ha ido haciéndose mayor, su creciente debilidad junto a las dudas sobre su eficacia, e incluso a su capacidad para desarrollar las competencias que tiene atribuidas, han dañado seriamente su papel y credibilidad.

Lo que ocurre es que las Naciones Unidas no son más que el reflejo de los ciudadanos del mundo, de sus países y gobernantes. Eso incluye sus grandezas y miserias, sus sueños y aspiraciones, pero también muchas de sus frustraciones. Es así que, a lo largo de sus setenta y cinco años de vida, esta institución ha transitado por ese camino tan contradictorio, tratando de construir un mundo distinto al que los dictadores y poderosos han tratado de imponer, a golpe de acuerdos, tratados, cumbres y resoluciones repletas de retórica que, con demasiada frecuencia, no han pasado de los buenos deseos. Para ello, ha trabajado sobre tres pilares esenciales, como son la paz, los derechos humanos y el desarrollo, alimentando una importantísima colección de documentos que han diseñado un mundo feliz que no parece vislumbrarse.

Muchas de las limitaciones que tienen las Naciones Unidas se derivan de seguir reflejando en su metabolismo el difícil equilibrio de fuerzas resultante tras la Segunda Guerra Mundial, restando poder a una Asamblea General, en la que están representados todos los países, pero otorgando una enorme autoridad al Consejo de Seguridad, con capacidad para imponer sanciones económicas y desplegar una fuerza militar operativa en cualquier país del mundo. Este órgano es el que mantiene un derecho de veto poscolonial de los cinco grandes vencedores de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia. Por ello, no es casual que algunas de estas potencias traten de limitar la actuación de la ONU o condicionar sus políticas, llegando, incluso, a obstaculizar el trabajo de agencias fundamentales, como sucede en estos momentos con la Organización Mundial para la Salud (OMS) por los Estados Unidos a cuenta de la pandemia. Hasta tal punto que el multilateralismo esencial que representan las Naciones Unidas está gravemente herido y cuestionado, en línea con el auge de gobiernos autoritarios en diferentes países del mundo que reivindican políticas nacionalistas egoístas.

La cooperación y la solidaridad mundial que las Naciones Unidas encarnan nunca han sido más necesarias que en estos momentos, cuando toda la humanidad lucha por superar una pandemia global devastadora. Pero con todas sus limitaciones, es la institución multilateral que encarna ese mundo mejor al que la humanidad aspira, sobre la base de trabajar juntos para conseguirlo.

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