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Manuel Alcaraz

Constitución, violencia y función de la Corona

En España se soportó, sin desmayo y con arrojo, aunque no sin contradicciones, una lucha contra ETA que ganó la democracia

Constitución Española

Hace años estuve varias semanas en la Universidad de una capital hispanoamericana, becado para estudiar la construcción del Estado en aquel país. Un día escuché que en unas estaciones de la periferia se habían quemado, intencionadamente, varios trenes. Por la noche seguí la cuestión en varias tertulias televisivas. Había una línea argumental que se repetía: estaba claro que el ataque -más o menos coordinado por extremistas- era la respuesta a continuos retrasos que, en ocasiones, motivaban el incumplimiento de la jornada laboral con perjuicios a los trabajadores. Los tertulianos usaban este hecho para acercarse a justificar unos hechos que podían haber sido muy graves. Entonces entendí una de las claves de la política de ese país -y de parte de Hispanoamérica-: no había acabado de desterrar del imaginario colectivo la violencia como posibilidad expresiva de los argumentos. No había entendido del todo que en el Estado de Derecho las razones decaen si se usa la violencia en su defensa.

En la UE eso es así. Y desde luego en España. Ciertamente Europa está atravesada por episodios terroristas, pero precisamente, son desdeñados en cuanto que desean alterar lo mejor de nuestras tradiciones políticas que consiguen eludir las guerras civiles y convertir toda guerra entre europeos en una guerra civil. En España se soportó, sin desmayo y con arrojo, aunque no sin contradicciones, una lucha contra ETA que ganó la democracia. Porque más allá de todo posible debate sobre los orígenes de la banda y su papel durante el franquismo, su primer atentado tras la muerte del dictador la descalificó completamente como instrumento para plantear cualquier posible demanda o conflicto político. Por eso ETA fue el último legado del franquismo. El que más costó erradicar, porque participaba de la misma esencia guerracivilista.

Probablemente somos felizmente inconscientes de la importancia de haber vivido en el único periodo de la historia de España en que la violencia no es una hipótesis aceptable. Por eso es grave la recogida de firmas de exmilitares y su envío al Rey, aparte de los terribles WatsApps conocidos. Cualquier intento de minimizar o trivializar el hecho favorece ese intento desestabilizador. Porque eso es lo que pretenden los firmantes, jaleados o justificados por Vox y algún inefable miembro del PP: desestabilizar la convivencia en su momento más frágil. Como Enric Juliana subrayó en La Vanguardia, se trata de condicionar al monarca, de convertirlo en peón de una lucha partidaria, para, a su vez, deslegitimar al Gobierno y, con él, toda la democracia constitucional. Porque esos exmilitares -leyendo a alguno de los más caracterizados no se entiende dónde dejaron su inteligencia y conocimientos- saben que su plus de valor como opinantes deriva de su influencia en compañeros que son los depositarios del monopolio de la violencia estatal. No es que amenacen con un golpe de Estado clásico: se conforman con recordar que no hay un adiós a las armas definitivo si suceden o dejan de suceder cosas que ellos consideran intolerables, discordantes con su visión de la esencia nacional y de la Constitución. Demuestran no conocer la Constitución, por supuesto, pero eso no importa: la extrema derecha y la derecha extrema ya la redujeron a ceniza normativa en su integridad cuando trataron de apropiársela. Lo importante es que ganen los suyos. La España verdadera. Otra vez. A un colectivo de albañiles, taxistas o profesores no se les ocurrirá hacer esto. Porque saben que con ladrillos, automóviles o libros pueden formular su protesta o desacuerdo, pero no alterar la vida democrática en su conjunto.

Al enviarlo al Rey embisten contra la primera institución del Estado, pues al invitarle a actuar contra sus funciones constitucionales no le aportan solidaridad, sino que le restan legitimidad. Es un debate que se zanjó el día que entró en vigor la Constitución y confirmó la sentencia del 23-F: el monarca sólo es jefe de las Fuerzas Armadas a título honorífico, simbólico, sin que pueda adoptar ninguna decisión, ni influir en el Gobierno. Se ha dicho que la institución de la Corona es sostenible porque las fuerzas democráticas corrieron a salvar preventivamente a los Borbones, limitando absolutamente su capacidad de disposición, a la vista de los numerosos y penosos precedentes históricos. Esto, que pudo ser una boutade por años, se convierte ahora en una triste premonición. El margen dejado al Rey -la imprudente redacción sobre la inviolabilidad- se está aplicando para salvar comportamientos indignos. El dañado no es Juan Carlos, que a estas alturas ni sufre ni padece, sujeto al desajuste entre un mundo imaginado y la realidad que él mismo construyó. El dañado es su hijo y la institución que encarna -que no es suya, sino del Estado-. Por eso, cada muestra de solidaridad con Juan Carlos se convierte en una puñalada a la monarquía democrática. Padre e hijo, lo saben. Y los golpistas ma non troppo también.

De ahí a que algunas fuerzas pongan su esperanza en el inminente derrumbe de la monarquía hay más de un paso, mucho más. Las encuestas son de difícil interpretación: no todos a los que les parece que el comportamiento de Juan Carlos ha sido y es mezquino estarían dispuestos a apoyar ahora un cambio de sistema. Y aunque a mí, no me guste la pasividad del Rey, y no pueda dejar de pensar con preocupación en la combinación de genética y educación recibida, también creo que, quizá, no sea la peor de las opciones que tiene, para no atraer los rayos del descontento, que ahora se precipitan sobre otras instituciones. Puede estar tranquilo mientras los más acérrimos republicanos siguen empeñados en contentarse con ser antimonárquicos, que no es lo mismo, incapaces de esbozar una propuesta de nueva forma de organización del Estado que sea factible. Algunos hicieron carrera a base de alentar la indignación y no les faltaban razones, pero seguir usando de esa palanca, y más cuando se está en gobernando, no sólo es inútil sino, también, oportunista. Tensa y polariza, y de eso se beneficia el populismo de derechas. Una cosa es ser republicano para saber qué República se puede construir y otra ser republicano para vivir en una Monarquía a la que atacar en cada minuto de infelicidad. Así el Rey puede dormir tranquilo y su padre hacer voto de pobreza y castidad.

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