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John le Carré

Seguramente usted sabe o sospecha que es George Smiley. Es decir, un hombre que no sabe renunciar a los principios aunque crea, sinceramente, que no valen nada. Smiley – patriota de una patria que ya no existe, que tal vez no existía nunca -- se adhiere a sus principios como quiere a su esposa, que le es infiel y una y otra vez: con resignación y sin remedio. Smiley se levanta, prepara su té, se afeita rápidamente, se pone la gabardina cuarteada después de quemarse con el brebaje y sale al curro, calvorota, redondete, miope, lento. Ni siquiera comprobó que su mujer estaba en la casa, para poder imaginar que sí estaba. La única diferencia entre usted y Smiley, que han dimitido de todas las ilusiones, es el trabajo: usted es mecánico, camarero o maestro de escuela y Smiley trabaja por un sueldo de mierda en una oficina gris como agente de la inteligencia británica, vulgo espía. ¿Le gusta su trabajo? A veces lo absorbe, ciertamente, pero lo único de le gusta de verdad es la poesía barroca alemana, la música verbal alemana, palabras en su idioma de adopción que bailan como él no baila, cantan como él no sabe cantar, iluminan como él jamás ha brillado, tampoco frente a Anna, la mujer que lo humilla y siempre regresa a su triste lecho para humillarlo de nuevo.

Le Carré consiguió millones de lectores no por sus tramas, no porque el público estuviera fascinado por las historias de espías durante la guerra fría, sino porque encontró y exploró con cruel ternura el punto de encuentro entre la Historia y la vida particular de seres humanos corrientes. Y, por supuesto, es esa fricción está la chispa de la reflexión moral. No como discurso retórico, sino como entrega o error, deber o asombro, mentira o compasión. ¿Qué es lo más importante de la vida? Tal vez solo dos cosas: ser decente una, la otra, que cuando te marches hayas merecido hasta el final el amor de otros. La decencia no es lo que dictan las iglesias de curas, conservadores o marxistas. La decencia es ser fiel a esos ridículos principios que todo el mundo pisotea, y que quizás tenga su raíz última en el respeto a la humanidad proìa y ajena. La lealtad, el respeto a la desagradable verdad, el compromiso –siempre un poco atroz, un pizco chantajista, a menudo fracasado –con los que amas. Es muy buena la anécdota de Le Carré al que le proponen varias veces reunirse con Kim Philby, que termina su dilatada y exitosa carrera como agente doble en una dacha de Moscú, regalo de sus agradecidos amigos soviéticos. Philby era, sin duda, una compañía interesante. Le Carré se negó a verlo. “No voy a estrechar una mano tenida de sangre”, explicó.

He leído que La Carré construyó, en su refugio de Cornualles, en el suroeste de Inglaterra, una casa sobria y hermosa que fue creciendo con los años, sumando habitaciones y dependencias para sus hijos y después para sus nietos y pequeñas bibliotecas de sus asuntos favoritos. Solo un hombre enamorado de la vida y de su oficio va construyendo y vivificando una casa con el paso de los años para dar testimonio de sus afectos a través de tres generaciones. Solo un gran escritor – un gran escritor de género – sabe encontrar en las vidas cotidianas y grises el impacto de la historia y expresar que esa vida común, que está compuesta por miles de hilos -- dudas, catástrofes microscópicas, alegrías oscuras, fugaces plenitudes – es el campo de batalla de guerras frías, combates en la sombra, luchas por la hegemonía, el principio y el fin del mundo. Al final, como usted, como yo, Smiley llega a casa, se calienta algo, y simula quedarse dormido, un descanso en la lucha contra los soviéticos, esperando que ella vuelva antes del amanecer.  

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