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Marga Vives

Abuelas

Abuelos

La prohibición de las cenas navideñas multitudinarias amenaza una tradición tan vieja como el turrón; la de hacer acopio en los días previos de tanta comida como quepa en el arcón frigorífico y, por consiguiente, en los estómagos de los invitados. Es un uso mayoritariamente extendido entre las matriarcas cocineras, pero el galimatías de restricciones les ha cortado el rollo, porque les va a privar de su momento de gloria culinaria ante un público de postín, ruidoso, numeroso, variopinto y sobre todo predispuesto -por la cuenta que les trae- a engullir, uno tras otro, todos sus platos, del primero al quinto. A ellas nada les satisface más. Pocos se atreven a plantarse ante la ofensiva de pavo trufado, carne mechada, canelones, besugo al horno, cordero asado y otros manjares que la anfitriona sirve a ráfaga incesante desde su cuartel general de la cocina, donde lleva al menos una semana confinada y más estresada que un concursante de “Master Chef”. En Navidad más nos valdría haber nacido rumiantes.

El código Covid deja también sin efecto temporal la “abuelidad”, un término que no recoge la Real Academia de la Lengua, pero que se inventó en los 80 la psiquiatra argentina Paulina Redler para referirse a un vínculo esencial para la construcción de la identidad de las personas. En su opinión, los abuelos están en mejores condiciones de “escuchar, comprender y sostener a sus nietos cuando sus padres no pueden hacerlo”, lo que indica que la naturaleza es sabia y, además, muy oportuna. Ahora, despojadas de sus funciones de arrullo y consentimiento, todo un ejército de abuelas tachan en el calendario los días y las horas, ansiosas por quitarse la mascarilla y ponerse a estampar con sus besos de carmín el primer moflete que se les ponga por delante. Este año ya saben que la foto del posado de familia será un retoque de Photoshop o con la media docena de parientes colocados a distancia los unos de los otros como si se cayeran mal. A algunas les traería al pairo saltarse los dos metros de separación con tal de achuchar a sus retoños hasta perder el sentido. La abuelidad debe de ser una pasión difícil de sujetar en estos tiempos de gestualidad insulsa.

Las abuelas son las antecesoras de las heroínas de la pandemia, de las mujeres que han sobrevivido a los colegios cerrados, a los parques infantiles clausurados, a la terrible desilusión del hijo que se quedó sin su fiesta de cumpleaños, a la conciliación laboral entendida como teletrabajo, a los expedientes de regulación, al berrinche infantil que provoca el tedio, a la nostalgia de los seres queridos, a la desesperación por no tener nada que llevarse a la boca. Hay muchas derrotas acumuladas en estos diez meses de pandemia, pero bajo esa capa de pesimismo brilla la resistencia de quienes han sido enfermeras, cuidadoras, maestras y psicólogas, todo a la vez, en el humilde anonimato doméstico. Y esto, que podría parecer fruto de las circunstancias, no lo es. Y las madres de esas madres, a quienes ahora la prudencia ha atado tan corto sus afectos, las que se quedaban con la manzana más pocha, el filete más frío, las del delantal perpetuo, la paciencia infinita y la suave severidad, las del conjuro contra la fiebre, las economistas domésticas, las que te obligaban a abrigarte solo porque ellas tenían frío, las del “porque lo digo yo”, a esas, cuando se acercan estas fechas, ya se las empieza a echar mucho de menos.

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