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El belén gigante de Alicante.

Durante el periodo de gobierno municipal del tripartito de izquierdas en Alicante, surgieron tensiones políticas en torno a la Navidad cuando desde el Ayuntamiento se decidió trasladar el belén, emplazado tradicionalmente en la Plaza de la Montañeta a otra localización menos central, esgrimiendo confusos argumentos en los que confluían ideología y conveniencia del espacio público. Aquella fue una decisión lamentable en la medida que la izquierda debería haber mostrado más sensibilidad hacia una representación que transmite un mensaje de esperanza, posiblemente uno de los de mayor contenido humano de la fe cristiana, que debería de dejarse al margen de las ideologías y la confrontación política.

A vueltas con los belenes, el bipartito de derechas, actualmente en el gobierno municipal, desarrolla una rotundo acto de celebración navideña con la instalación de un “Nacimiento gigante” con la finalidad explicita de entrar a formar parte de esa enciclopedia de las curiosidades que es el “Libro de los Guinness”. Es una acción tan lamentable como la citada anteriormente, en este caso porque contribuye, entre otras cosas, a banalizar el mensaje navideño, si es que el consumo no lo ha desvirtuado suficientemente, entrando con el “Nacimiento gigante” en un carrera de records. Además, con su desmesura, las imágenes del espectáculo que se ha montado en la Plaza del Ayuntamiento se erigen en símbolo de poderío que se impone sobre el sentimiento de humildad que transmite el fondo de la Navidad. Esta intervención en el espacio público de Alicante es un paso más que revela una idea de ciudad pensada para el consumo rápido de imágenes, fomentando una mirada superficial y trivial.

El “éxito” de la “Calle de las Setas” está impulsado por esta misma noción de paisaje urbano. Es cierto que es una calle que atrae a la gente, los turistas se vuelven locos haciendo selfies, como los alicantinos frente al “Nacimiento gigante”, pero es una experiencia que no educa la mirada de los ciudadanos. Un espacio público pensado para estimular una mirada pasiva, no hace crecer ciudadanos autónomos, el resultado es el opuesto. En una sociedad como la que vivimos tan saturadas de imágenes, que se manifiesta en una creciente indiferencia ética y estética ante lo que se contempla, el paisaje urbano debería de constituir un antídoto a esa polución visual que convierte un espacio público en un lugar vacío de sentido.

Ha sido una oportunidad perdida, y al mismo tiempo reveladora de una débil cultura de ciudad, que el proceso de gestión del Catálogo de Protección de Arquitectura y Paisaje, recientemente aprobado provisionalmente, no haya tenido la más mínima proyección pedagógica entre los ciudadanos. Para el gobierno municipal, una catalogación destinada a proteger una serie de edificios y paisajes constituye un fin en sí mismo y no un medio para transformar la mirada de los ciudadanos sobre su ciudad.

Es alarmante que en nuestra ciudad no existan criterios con rigor y sentido de los lugares que dirijan la configuración y ordenación de los espacios públicos. ¿Quién habla en nombre de ellos?,¿cuántas concejalías y departamentos municipales intervienen en estos espacios? El paradigma de la práctica municipal sobre el espacio público en Alicante es la Plaza de la Mar, en su día una de las más hermosas de la ciudad, cuando transmitía un significado de identidad marítima y portuaria, ahora perdido por la acumulación de arquitecturas, supuestas piezas escultóricas, y cambios en la forma urbana y portuaria de su entorno.

El paisaje urbano y natural de la ciudad, una experiencia compartida por los ciudadanos, imprime carácter y se convierte en un emblema de identidad. El poeta polaco contemporáneo Adam Zagajewski, escribe: “El lugar en el que vivimos no es indiferente de la conformación de nuestra existencia. Los paisajes entran en nuestro interior, dejan huella no solo en nuestra retina, sino también en las capas profundas de nuestra personalidad.” (“Dos ciudades”). El espacio público de una ciudad, un paisaje urbano en el que podamos reconocer y reconocernos, en el que confluyan memoria y experiencia y que nos ayude a sentirnos vivos, puede contribuir a que quienes habitamos la ciudad seamos mejores personas y mejores ciudadanos. 

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