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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Navidad

El tiempo estable en Navidad dará paso al frío que llegará con el Año Nuevo

La sangre de San Genaro, Patrón de Nápoles, no se ha licuado esta semana, cuando tocaba. Mala augurio en una época en que estamos volviendo a creer en los augurios. Dicen que una posible causa es el enfado celestial porque al estadio de “San Paolo” le han cambiado el nombre por el de “Maradona”. Podría ser. Cosas más raras se han visto. Aunque a mí me extraña. Al fin y al cabo, a la Camorra, que manda más que Dios por ahí, le debe parecer bien. La Camorra, unos de esas empresas que se está beneficiando de la pandemia. Además, hay gente a la que le gusta mucho la gente que fue muy buena, muy buena antes, y luego se estropean y se desquician y cometen tropelías que incluso van contra sus hijos reconocidos. A veces acaban en remotos paraísos orientales y otros en dispersos paraísos fiscales. El caso es que el arzobispo napolitano, que parece un personaje de trabalenguas, nuevo en el cargo, se quedó con un palmo de narices. Lo mismo no agitó bien la cosa, que hay un estudio científico -hay científicos para todo- que dice que la sangre genarosa es un polvo volcánico que si se mueve se licúa. En fin, yo de todo esto sólo creo en la Santa Faz de Alicante, así que me da un poco igual. Pero como estamos en puertas de señaladas fechas y el panorama político no da más de sí, pues me ha parecido ocurrente dar comienzo a esta exhortación. Que para eso lo he leído mientras hacía bici. Estática, pues en la otra no sé. Y sólo me faltaba caerme.

Que así estamos todos, resucitando a la tribu, en afán de magias y al acecho de signos astrales. A lo mejor en eso radican algunas perplejidades suplementarias: en no ser capaces de tener la humildad de asumir, individualmente y en grupo, que, a poco que se nos descontrolan las certezas, no tenemos la nada por delante, sino el regreso a esquemas que permanecen arraigados, sumergidos en tradiciones, que afloran en el chiste, en lenguajes pretéritos, en convicciones que nos sorprenden si las oímos o decimos. Sobre esos mallazos hemos ido construyendo un nuevo saber social sobre la enfermedad: ya nos vamos dando cuenta, intuitivamente, de cuándo las cosas van mal y cuando van bien. Lástima que los responsables no aprecien esta ventaja, empeñados en diluir su autoridad recordando la responsabilidad colectiva cuando de eso ya no nos quedan reservas abstractas, salvo las que hemos convertido en costumbre: ya no tenemos resquemor a ponernos la mascarilla, pero a veces se nos olvida. Porque sabemos que las cosas van bien o van mal. Sabemos que pueden ir a peor. Pero, mayoritariamente, no creemos que vayan a ir a lo óptimo en un tiempo corto. Y de acuerdo con esta intuición ajustamos muchas expectativas, para bien y para mal. Por ejemplo, sabemos que si se amontonan las personas, invitadas por la reducción de las restricciones, las cifras empeoran con rapidez mortal. Y, sin embargo, salimos, compramos, cenamos y bebemos. Celebramos comuniones laicas en las que se regenera y confirma el grupo.

Lo que pasa es que ese nuevo conocimiento básico sobre la enfermedad choca con otras tradiciones de la tribu. Y si hay una convicción básica acerca de la necesidad de protegernos, también estamos atravesados por otras acerca del consumo y de las representaciones de la felicidad, de las que no podemos desnudarnos de un año para otro. Nuestras identidades se han configurado en torno a estilos de vida que requieren una alimentación constante de objetos, gestos, compañías y esperanzas. Familia, grandes almacenes y bar matan por igual. El fantasma de la felicidad nos envuelve. Decía Borges que eso de perseguir la felicidad era un error, y que mejor buscar la serenidad. Pero esa lección no nos la sabemos. ¿Para qué queremos aprender a estar mejor si no podemos hacer inmediata ostentación de ello?

Y aquí llega la Navidad. Con rugidos de satisfacción, con trompetería de invitación a los sueños, con fanfarrias de calidez. La Navidad es entrañable porque nos sale de las entrañas. A mí me gusta la Navidad, aunque no tanto como la Semana Santa. Y me gusta consumir, el turrón, el cava y la voz de la lotería. Pero nos desbordan los apremios. La fiesta hogareña lo será más que nunca, pero mira por dónde, queremos salir. La familia amontonada estresa, pero mira por dónde, este año la echaremos de menos. Hace unos 45 años que no voy a una misa de gallo, pero mira por dónde, este año lo mismo hubiera ido. No es sólo que deseamos lo que no podemos tener. Es que se congregan, malamente, las dos tradiciones de la tribu. Estamos viviendo un choque cultural, una expropiación de sentido. Que se agrava si los jefes dicen, a la vez, que hay que hacer que vengan turistas y cierran los confines de la Comunidad, que no salgamos y animan a la hostelería en pleno en sus justas reivindicaciones. No me extrañaría que una televisión de esas dirigidas por imbéciles, organice un día de estos un partido de futbito entre médicos intensivistas contra chefs, y que quien gane diga.

Total, que nos va a nacer Dios. Eso es seguro. Lo digo sin mayor ironía. Rememorando aquello que explicaba Benjamin de que cada minuto era valioso porque era el minuto en el que podía aparecer el Mesías. Él, como yo, era ateo, lo que no tiene nada que ver. Lo importante es que el principio esperanza, que decía otro ateo, debe prevalecer como único punto de reconducción de las contradicciones tribales. Más que llamar a la responsabilidad hay que llamar a una esperanza informada, renovada en sus formas, siquiera sea provisionalmente. Y no convocaré a restringir el consumo. Es una ofensa para el que no puede gastar y no es funcional a la recuperación económica. La esperanza ahora se llama vacuna, igualitaria y gratuita. Esto es lo que deben traer camellos y renos y cualquier animalito capaz de cargar con cajas refrigeradas. La esperanza ahora es asegurar este triunfo de la ciencia, uno de los más grandes que podrán recordar los libros del futuro. La esperanza ahora es convencer a los reacios. La esperanza ahora está escondida en el fondo del Belén, o en la última brizna del árbol, esa que no se ve ni con las lucecitas intermitentes. La esperanza está en mi hijo, en tantos otros miles de niños y niñas, que les explicas de qué va esto y lo entienden. Hace poco que han llegado a la tribu de las dos culturas y no están contaminados. Casi seguro que al mío le voy a contar lo de San Genaro y va a alucinar. Él, tan reacio a los pinchazos, pregunta cuando le toca vacunarse, con una especie de extraña ilusión. La magia de la Navidad.

Por todo ello, felices fiestas, serenas fiestas y próspero año nuevo les desea este escribiente del domingo.

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