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José María Asencio

Intelectuales y política

Felipe VI durante su mensaje de Navidad.

La obsesión de Podemos con “su” república añorada, las memorias históricas decretadas por ley y el silencio de una intelectualidad que brilla por su ausencia, dejando el campo libre a la ignorancia y la intransigencia como modelos de razonamiento social, son rasgos comunes en esta España de consigna permanente.

Los intelectuales de la Transición, generosos en su libertad y criterio, determinaron el fin de la guerra civil, la paz y la concordia que predicara azaña. La amnistía del común cerró las heridas de todos, aunque es debido corresponder a quienes ansían encontrar a sus desaparecidos.

Hoy, quien reclama abrir aquella guerra entre las dos Españas pesarosas, que hielan el corazón dice MACHADO, es una intelectualidad decadente, vinculada o apéndice de los partidos y que no expresa ideales revolucionarios, sino generosas aportaciones a su gestionada y placentera vida. Podrían conformar la tercera España de Madariaga, pero desisten de hacerlo. No vende imagen.

Mucha de esta pléyade de apariencia sabia, pero profundamente limitados en sus conocimientos, proceden de una Universidad cuyos exponentes más radicales dejaron hace tiempo de estudiar para levantar las banderas, anacrónicas, contra una dictadura ya inexistente. Y muchos de ellos, que algunos confunden con la intelectualidad por portar un título, son meros transcriptores de elementalidades fracasadas, pero que les han servido para llegar a creer o aparentar que la democracia perfecta es una dictadura, la del proletariado sin proletarios y dirigida por una clase autocrática.

Una presunta intelectualidad de tinte, dicen progresista, poco contestada, que quiere hacerse con el BOE ordenando que sus directrices se hagan norma.

Se echa de menos en España una intelectualidad libre, neutral, independiente. Dice Santos Juliá que esa intelectualidad, hoy, es meramente retórica, en el sentido de que su objetivo no disimulado es persuadir al público para que se adhiera a determinados valores u objetivos inmediatos; una intelectualidad que quiere construir el presente sobre la base del pasado redivivo expuesto de modo parcial y solo en aquello que es útil para la propuesta lanzada. Una intelectualidad vendida o alquilada a precio de saldo.

Este método de pensamiento y crítica, que va del pasado al presente para construir un futuro similar al pasado es un error, pues cada fragmento de la historia se explica por su momento; no es absoluto. La II República fue deudora de una crisis económica grave y del florecimiento de regímenes totalitarios en Europa: los fascismos y el comunismo de LENIN y STALIN, tan parecidos en sus comportamientos, como resultado de un estado de cosas muy diferentes al hoy.

Rechazar la legitimidad de la monarquía parlamentaria y de la Constitución de 1978 y que reine el silencio de esa inexistente intelectualidad, apegada a la comodidad de sus posiciones o impulsora de fines inmediatos basados en la narración parcial de un pasado que se quiere hacer revivir anacrónicamente, explica mejor que nada el páramo intelectual de una España regida por la elementalidad y el analfabetismo ético y moral, cuando no por la sumisión a quienes solo tienen poder, pero que nunca alcanzarán autoridad basada en el conocimiento. Que los intelectuales se arrienden a políticos huérfanos de enciclopedia, es el peor exponente de una sociedad tan básica, como susceptible de regresar cada cierto tiempo a sus infiernos, que explican o sirven para ser algo o identificarse con algo. Volver a la II República solo puede ser útil desde el encanto cautivador de la nostalgia manipulada y carente de lectura. ¿Cuántos diputados de los que quieren conmemorar la Constitución de 1931 la han leído? La respuesta es tan sencilla, como el vacío intelectual de quienes nos dirigen, a salvo excepciones, no muchas, cuyos rostros delatan la incomodidad de compartir sus espacios con compañeros de viaje tan indolentes.

La intelectualidad no está reñida con las ideologías, antes al contrario, existe un nexo fuerte de unión entre ambas manifestaciones del saber y el construir. Pero, las ideologías sí lo están con la política entendida como lucha por la ambición y el poder. De ahí que sea posible afirmar que la intelectualidad es incompatible con la política, que no debe confundirse con lo político. Los intelectuales al servicio de algo, meros propagadores con nómina de consignas interesadas, que revisten de pompa y solemnidad lo que no es de tal carácter, son otra cosa.

El ejemplo de la memoria histórica es revelador. Ahí lucen escritores que son más agitadores que investigadores. No quiere decir esto que no se pueda optar por posiciones determinadas. Eso es intelectualidad fruto de la convicción. Lo que no es compatible con lo intelectual es la fragmentación de los hechos, el silencio u ocultación de los mismos, siendo conocidos. En suma, la publicación que no es fruto de la generosidad de ofrecer un resultado libre, sino condicionado por el objetivo de persuadir, esto es, de manipular y conseguir adeptos a una causa utilizando esa retórica de la que habla SANTOS JULIÁ y que se pone al servicio de oferentes de recompensas inmediatas. Un intelectual que necesita ser reconocido en un lugar del aparato ideológico o partidista, que no goza de la orfandad de la libertad, no es un intelectual porque no es libre, al estar atado a sus propios prejuicios.

Viva la Constitución de 1931, democrática y avanzada, aunque nunca se sometiera a referéndum y solo fuera aprobada por una Cortes que no votaron las mujeres. Tampoco la República lo fue nunca. La legitimidad de la de 1978 es muy superior. Negar esta evidencia exige algo más que vocerío y apariencia. Qué importantes son los libros. Y leerlos aún más.

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