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Juan R. Gil

ANÁLISIS

Juan R. Gil

Menos muros y más puentes

Atrapados en el pasado

Los viejos manuales decían que los presupuestos son la expresión cifrada de un proyecto político. Por eso, siendo la ley más importante que las distintas instituciones debaten anualmente, es casi imposible que ninguna negociación sobre ellos llegue, por acción u omisión, a buen puerto: ni quien gobierna va a renunciar a las líneas principales del programa con el que llegó al poder y del que, de una forma u otra, tendrá que dar cuenta al final de la legislatura; ni la oposición puede avalar unas cuentas que, en definitiva, representan unas prioridades contrarias a las suyas.

La fragmentación política ha dado por tierra con ese principio. Los gobiernos de coalición, antes la excepción, son ahora la norma. Con lo que los presupuestos deben ser acordados por dos, e incluso tres partidos, porque la nueva aritmética parlamentaria obliga en muchos casos a garantizarse el voto de fuerzas que, sin participar en los gobiernos, son necesarias para sostenerlos desde los parlamentos o los plenos de las corporaciones.

En los últimos años, esa ha sido la práctica obligada. Una práctica nueva, de la que han dependido la continuidad de los Ejecutivos (el del Botànic, en la Comunidad Valenciana, por ejemplo) o su caída, como la que precipitó las últimas elecciones generales tras no ser capaz Pedro Sánchez, que había llegado al poder merced a la moción de censura contra Mariano Rajoy, de sumar apoyos suficientes para sacar adelante unas cuentas distintas a las que aquel Gobierno del prócer gallego había aprobado con Cristóbal Montoro como ministro de Hacienda.

La maldita pandemia ha dado una nueva vuelta de tuerca a esto. El final del aciago 2020 ha empezado, si no en la retórica sí por la vía de los hechos, a minar la estéril dinámica de bloques que ha dominado el escenario político los últimos años. En Madrid, el Gobierno de Sánchez e Iglesias se ha esforzado por aumentar sus apoyos más allá de los que sumó para ser investido. Es fácil decir que quienes han votado esos presupuestos no dejan de ser un batiburrillo de izquierdistas e independentistas que odian a España, pero lo cierto es que también están en esa lista una formación como el PNV -el partido que dio aire a Rajoy aprobando los presupuestos de Montoro y lo dejó caer tras la sentencia en la que se condenaba al PP por corrupción; el partido que ha sido socio de todos los gobiernos, también de los de Aznar, desde que recuperamos la Democracia-, o fuerzas como Nueva Canarias, Teruel Existe o el Partido Regionalista Cántabro, todas ellas muy pequeñas pero que ni son de izquierdas ni quieren proclamarse Estados. Pudo haberse sumado a ese acuerdo también Ciudadanos con una abstención, pero su nueva líder, Inés Arrimadas, no fue capaz de aguantar la presión cruzada de ese coro de grillos bien pagado que cantan a la Luna mañana, tarde y noche en las tertulias televisivas y radiofónicas; ni la de Pablo Iglesias y su alegre muchachada, esa que confunde la acción política con desgastarse los pulgares en las redes sociales sin moverse del sofá; ni la de los tuit de Rufián o la del PP de Casado pero, sobre todo, no fue capaz de soportar la de las corrientes internas de su propio partido, esas que añoran, paradójicamente, al que les hundió prefiriendo hacerse una foto con Abascal en la plaza de Colón antes que ser vicepresidente del Gobierno de España: me refiero, claro, a Albert Ribera, el nuevo celebrity patrio.

La palabra en política tiene un valor formidable. Desde luego, para envenenar las mentes de los ciudadanos -no digamos ahora, en estos tiempos de verdades alternativas (?), fakes y robots dedicados 24/7 a derribar las democracias liberales. Pero también para construir relatos con consecuencias positivas para la convivencia y suponer puntos de inflexión. Un ejemplo fue el discurso del líder del PP, Pablo Casado, contra el caudillo de Vox, Santiago Abascal, en la moción de censura trampa que éste último le tendió: fue el mayor bofetón que se ha llevado la ultraderecha en este país desde que asomó la cara.

Pero son los hechos los que cambian la realidad. En medio de la mayor crisis mundial de la historia -excepción hecha de las dos grandes guerras- si algo necesitaba Europa era unidad, y se ha conseguido incluso a pesar del Brexit. Y si algo requiere España, uno de los países desarrollados que más va a sufrir las consecuencias de esta pandemia, es estabilidad. Los presupuestos aprobados por un margen mayor que el que llevó a Sánchez a la presidencia van por ese camino: cualquier otro derrotero nos habría despeñado por ese precipicio al que todos los días nos asomamos. Pero si se eleva la vista, se pueden ver algunos movimientos colaterales en los que vale la pena reparar. Vienen unas elecciones en Cataluña que serán duras, desde luego. Y que pondrán a prueba la paciencia de todos. Y después llegarán unos indultos que dispararán de nuevo la tensión. Pero el caso es que no se habla del procés. Que Puigdemont ha quedado reducido a un muñeco de feria. Que nadie recuerda que un personaje como Torra llegó a ser presidente de la Generalitat catalana. Y que Pere Aragonés, de momento, parece preferir transitar la senda de Urkullu, lo que seguido al pie de la letra también conllevaría no enquistarse en un gobierno independentista: habrá seguramente otra suma posible, en la que encaja el nuevo PSC de Illa. En cuanto a los vascos, los acuerdos para los presupuestos con Bildu, cuyo protagonismo desde el Gobierno ha acaparado para sí el vicepresidente Iglesias, han sido los que han provocado los más descarnados ataques y han dado excusa a Arrimadas para descolgarse finalmente, fruto de esa presión insoportable a la que antes nos referimos. Pero, elevándonos de nuevo, lo cierto es que en Bildu hay una facción que aún justifica el terrorismo y otra que no. Y hemos visto cómo por primera vez cobraba protagonismo esta última, con un diputado pidiendo perdón desde la tribuna del Congreso a un parlamentario de Vox cuyo hijo fue asesinado por ETA, perdón sin ambages ni coletillas, y con la portavoz parlamentaria abertzale acudiendo al homenaje a Ernest Lluch, también víctima de la barbarie etarra. Todo avance puede tener retroceso. Pero al menos, mientras exigimos más, subrayemos también cada paso adelante cuando se produzca. Y una cosa más: Podemos e Iglesias dominan la comunicación. Pero el BOE lo tiene Sánchez. Esa es la verdadera clave de este gobierno de coalición: unos hablan, pero son otros los que controlan el qué, el cómo y el cuándo de lo que se convierte en ley.

En la Comunidad Valenciana, los movimientos también están siendo notables. El president de la Generalitat, Ximo Puig, lanzó el primer guante, al pedir a sus grupos en las principales instituciones gobernadas por el PP que apoyaran los presupuestos, primero; y al prestarse a negociar los del Botànic con Ciudadanos, después. A pesar de que Compromís y Podemos han hecho todo lo que han podido por reventar la operación, al final las cuentas de la Generalitat, gracias a la abstención de los naranja, han logrado menos votos en contra que nunca. Por el contrario, justo cuando el PP marca territorio -nosotros somos el partido de Gobierno y Vox no tiene una sola alternativa que presentar, es el discurso-, precisamente en el mismo momento en que Casado no tarda ni dos minutos en ofrecerle sus votos a Sánchez nada más y nada menos que para aprobar una ley de la Monarquía, comprendiendo que es así, y no alentando grupos de whatsapp golpistas, como se salva una Monarquía parlamentaria; justo ahora, digo, Bonig se queda en las Cortes sola con Vox. Mal negocio.

Por el contrario, en Alicante Carlos Mazón se ha empleado a fondo para que los presupuestos de la Diputación no tuvieran votos en contra, lo que no era fácil teniendo en cuenta que la oposición la forman dos socios del Botànic, el PSOE y Compromís. Las tensiones continuarán, ni aquí ni en Valencia se ha firmado paz alguna. Pero tanto Puig como Mazón han demostrado ser capaces de gobernar con las luces largas y comprender que, en una situación así, el mensaje a los ciudadanos de que las instituciones están para trabajar por ellos aparcando en lo inane la crispación es fundamental. No es extraño que hayan sido ellos: Puig aspira a un mandato más; Mazón tiene fundadas posibilidades de ser su oponente, desde las filas del PP, en la lucha por la presidencia de la Generalitat. Y ambos saben que esa batalla se libra en el centro del tablero, sin que eso signifique que nadie reniegue de los principios que representa. Por eso los dos abren el campo. Tanto el uno como el otro tendrán que seguir apoyándose en Compromís, en Podemos, en Vox, en lo que quede de Ciudadanos... Pero hasta llegar ahí, los dos están trabajando por no ser rehenes de nadie, más que, en todo caso, de los electores. Ambos han conseguido romper corsés (más Mazón que Puig: la abstención en la Diputación de Fullana vale, como símbolo, su precio en oro), cediendo pero sin renunciar a nada sustancial, lo que demuestra por ambas partes (y también por la del socialista Toni Francés y el ya citado Fullana, de Compromís) una cintura política de la que estamos muy necesitados.

Lo que quede de Ciudadanos, acabo de escribir. Resulta triste el devenir de esa formación, cuyo barco ya están abandonando algunos en Cataluña ante el previsible hundimiento de su voto en las próximas elecciones. Es una maldición del que ningún partido centrista ha conseguido escapar, veremos si éste lo logra. Pero si hemos nombrado a Puig y Mazón por su inteligencia para leer lo que los ciudadanos quieren, hay también que destacar el mérito de Toni Cantó en el Parlamento autonómico; de Javier Gutiérrez en la Diputación; de José Luis Berenguer (ese auténtico deus ex machina), tratando de que los presupuestos sean en la ciudad de Alicante de la mayoría y no de Vox, una pelea que debería haber librado Barcala (¿cuándo comprenderá el alcalde que el prisionero no es él, sino Mario Ortolá?), pero que ha protagonizado Ciudadanos. Y, sin embargo, es posible que todo ese esfuerzo se pierda como lágrimas en la lluvia. El PSOE y el PP saben que su crecimiento depende de cuánto del voto de Cs consigan llevarse en las próximas elecciones. Y ya han puesto en marcha la aspiradora. Puede que no sea justo, pero como diría el añorado Antonio Moreno, esto es política y el que quiera justicia que se apunte a una ONG. Al menos, pueden quedarse con la tranquilidad de estar haciendo, no sólo lo que deben, sino aquello para lo que nacieron: derribar muros, construir puentes.

Atrapados en el pasado

En estos días tan duros, en los que en muchas mesas faltaba alguien que ya nunca más se sentará, en los que numerosas familias no han podido reunirse, en los que felicitar el año casi daba vergüenza teniendo en cuenta la inquietud por lo que nos encontraremos cuando -en palabras de un amigo- la terrible niebla del covid se despeje con las vacunas y podamos ver dónde estamos, en los que tantos besos y abrazos hemos echado en falta, los cielos de Escocia han sido surcados por un enorme y hermoso ciervo, que a ratos se convertía en lluvia de estrellas y otras veces en un corazón que contagiaba esperanza. Pueden ver el vídeo en la página web de BBC Mundo, con las explicaciones en castellano. ¿Cómo lo han hecho? Con unos cuantos drones cuyo vuelo ha sido programado mediante inteligencia artificial. Este texto no pretende criticar nada: bastante tenemos ya. Pero alguna vez tendremos que pararnos a pensar. Podemos convertir un ninot en un gigantesco San José y pagar a Guinnes para que nos apunte en su listado de records y salir así en las televisiones. Pero no dejará de ser un ninot recrecido. Habrá, si quieren, arte. Pero no habrá creatividad. Será llamativo, pero por su tamaño, no por su modernidad. Nos llenamos la boca con que apostamos por ser la vanguardia del mundo digital que se nos ha echado encima. Gastamos dinero público en atraer empresas privadas que nos pongan, nunca mejor dicho, en órbita. Pero llegada la hora, nos presentamos en el mundo con lo que ya traíamos del siglo pasado.

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