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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Tardeo

Mesas llenas en el entorno de Castaños un sábado de este mes, durante el tradicional «tardeo». |

Siento un tardeo en el espíritu. Un tardeo es una víspera. Se tardea para imaginar, con el alma engrasada y gasificada, lo que vendrá luego, la noche. Ya se sabe que lo mejor de la fiesta es la víspera. Los capillitas radicales de la Semana Santa sevillana temen al Domingo de Ramos, ese día en que empieza a terminar la Semana de maravillas. Pues eso: el inicio de las rondas es como un tango envuelto en la melancolía del final. Por eso triunfa el tardeo: durante unas horas las expectativas se abren, la imaginación triunfa. Y como el consumo se incrementa, el letargo quizá asegure contra lo no alcanzado. O, si por acaso fuera bien lo imaginado, en el recuerdo quedará indeleble marca de lo que quizá fue memorable. De lo que se espera o anhela o presume no cabe hablar. Cada quién lo sabe y marca los límites de lo legítimo, según estado, condición, edad y salud. Pero esto es lo de menos: participar en la víspera ya es suficiente recompensa que anima la esperanza y aviva el ansia tendencialmente infinita de derroche.

El paseo por calles de tardeo tiene la melancolía de lo inalcanzable: siempre tardean mejor los otros. Quizá a ello contribuya la fluctuación de la luz. Porque la noche es la noche, un ámbito claro de tinieblas que marca un plazo para lo que tenga que ser. Pero la tarde es un lugar de fantasmas: la luminosidad se desliza y, según vayan los gustos, tarda demasiado en precipitarse hacia la negrura. Por eso el tardeo hiere a las ciudades: no las deja disfrutar siquiera de ese último minuto de encantamiento, de esa soledad efímera en la que las luces se encienden y el cielo se vuelve borroso. También la tarde se consume. Entre gritos. Porque hay que gritar en el tardeo. Para advertir a lugareños y foráneos del afán crispado por alcanzar esa misma tarde la felicidad. Los vecinos se enfadan. Y los figuritas del tardeo no entienden la causa: ¿acaso les molesta la ostentación de su felicidad, la urgencia desazonada de advertir a la ciudad y al mundo que esto es vivir y lo de otros sobrevivir? ¿No ven los vecinos los raudales de economía y elegancia de las despedidas de soltería?, ¿qué tendrán contra esta goliarda manera de festejar el amor, alimentar pábulos y chistes?

No estoy contra el tardeo. Lo que digo es que alguna pregunta sobre sus porqués y algunas advertencias sobre sus inevitables destrucciones de la convivencia y el bien estar en los centros urbanos no debería dejar de hacerse, incluso por quienes sólo imaginan su amada ciudad como un escenario de opereta, una máquina tragaperras, un incendio de lo estéticamente verosímil. También creo que el tardeo no es inevitable, y que muchas ciudades consiguen atemperar su voracidad y reequilibrar intereses. Para ello basta con que los mandamases del lugar consideren que éste merece un respeto que no puede comprarse con dineros y gin tonics.

En estas estoy pensando una víspera de Nochevieja, en que ciertas disputas, que cada vez nos parecen más lejanas y ariscas, vuelven a refregarnos la supervivencia, el trabajo sanitario y la memoria de los muertos, la conveniencia o no de ajustar unos días lo del tardeo, por reducir las horas de (neg)ocio. Y reconozco que llega el bloqueo de las opciones morales. Porque ni por un segundo se me pasa por la mente -no he bebido tanta ginebra como para eso- que los contrarios a más restricciones se despreocupen de la enfermedad. Lo que pasa es que los clásicos sabían más de estas cosas, y si aquel reclamaba y distinguía lo que se debía al Rey -la hacienda y la vida- y a Dios -el alma-, ahora los reyes del tardeo y de los menudeos festivos, los señoritos del turismo, reclaman todo, que ya el alma la hemos dado por perdida. Y, sin embargo, sé que es una sensación, porque todos precisamos de tónicos del espíritu y, ya les digo, el mío esta relajado como en tardeo.

En realidad, muchos defensores a ultranza del ya está bien de las restricciones lo que no sospechan es que existe un largo plazo. A mi hijo de 10 años también le pasa, se lo vengo explicando desde hace días: lo instantáneo sólo ocurre en los juegos de ordenador y el resto de la vida se escalona en temporalidades más complejas. Pero para algunos esto es ahora, siempre. Cuando el bolsillo está más flojo, el ahorro más ávido de escape y un año se cierra entre brindis de rabia y otro se inaugura más o menos igual. Me conmovió un dirigente de la patronal italiana al que escuché decir, más o menos, que lo esencial era abrir para que la economía fluya y que si muere más gente pues “¡paciencia!”. Su asociación le desautorizó. Los excesos de sinceridad no deben tampoco proliferar. Esta es otra característica de nuestro tiempo: debemos querer las causas, pero abominar de las consecuencias. Si somos capaces de escindir ambos momentos nuestra ética encuentra un ajuste sostenible y puede seguir siendo coherente con los usos del mercado maltratado por la peste.

En fin, no sé, lo mismo estoy equivocado. Al fin y al cabo, nadie será capaz de relacionar cada ingresado en una UCI con el número de gin tonics consumido en las tardes de las Navidades más tristes. Así que espero estar equivocado. Probablemente se demostrará tarde o temprano que la ausencia de mayores restricciones y de control para que se cumplan las establecidas, es muy bueno para combatir la pandemia. Desde luego apaga los devastadores efectos psicológicos del confinamiento y tranquiliza al nervioso. Todo el mundo sabe que el alcohol es bueno contra los microbios. Y además, estoy seguro, en las horas bajas del final de la tarde, la alegre muchachada comentará, desazonada, que hay que ver, que cómo es la gente, que no es nada, pero nada, responsable.

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