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Joaquín Rábago

Se ha tratado sobre todo de limitar daños

El Reino Unido y la UE aprenden a vivir el uno sin el otro

Con las negociaciones para un nuevo acuerdo entre la UE y el Reino Unido del Brexit ha ocurrido como con las vacunas contra el Covid-19: un proceso exprés.

Diez meses han bastado para que los negociadores de una y otra parte elaboraran un documento de más de 1240 páginas que fija los detalles del nuevo acuerdo cuando para el firmado en su día con Canadá se precisaron siete años.

En la Unión Europea hay quien deseaba castigar de algún modo a los británicos sobre todo para que su ejemplo no cundiera en el continente, lo que podría representar tarde o temprano el fin del club de los veintisiete.

Y el bloqueo francés de Gran Bretaña con el pretexto de evitar la propagación de la nueva variante del coronavirus y el caos resultante ayudó en cierto modo a los negociaciones de Bruselas por lo que parecía tener de aviso para los británicos de lo que podría ocurrir en un futuro de producirse una ruptura definitiva.

Por fin, y contra lo que muchos esperaban o temían, según los casos, los británicos cedieron en temas que les parecían importantes más desde el punto de vista simbólico que el puramente económico como el control de sus aguas territoriales.

Quienes negociaban en nombre del primer ministro Boris Johnson terminaron aceptando, por ejemplo, un recorte gradual del 25 por ciento de las cuotas de pesca asignadas a la UE frente al 80 por ciento que pretendía el sector pesquero británico.

El resultado final no es para tirar cohetes por ninguna de las dos partes: se ha tratado sobre todo de limitar daños, impidiendo una ruptura que habría sido catastrófica sobre para un Reino Unido que sueña todavía ser una potencia global como en la época en la que dominaba los mares. 

A los defensores de un Brexit duro les habría gustado seguramente una ruptura total con la UE para poder negociar desde el principio un nuevo acuerdo con Bruselas que dejase bien clara la soberanía británica y no pusiese ningún tipo de trabas.

Pero al final se impuso el pragmatismo por ambas partes. No se aplicarán aranceles al comercio bilateral aunque, eso sí, cambiarán muchas cosas tanto para los ciudadanos como para las empresas.

Los británicos abandonan el mercado común europeo así como la unión aduanera, con lo que marcan más distancias con la UE que países como Noruega o Suiza, que tienen también acuerdos con la UE, y no sólo comerciales sino también de supresión de fronteras como el de Schengen, del que Londres nunca formó parte.

Con todo ello aumentarán los trámites burocráticos para impedir sobre todo que entren en la UE productos británicos o de terceros países que haya transitado por las islas y no se ajusten a las normas sanitarias europeas en materia de sanidad o de protección y bienestar animal.

En el sector servicios, sin duda el más importante para el Reino Unido dado el peso que tiene en su economía, las cosas son más complicadas al perder automáticamente los bancos británicos el “pasaporte” que les permitía ofrecer sus servicios a lo largo y ancho del continente.

En adelante, la UE juzgará caso por caso si las futuras reglas financieras británicas son equiparables a las continentales y los bancos y los agentes financieros pueden seguir operando como hasta ahora en la UE.

En opinión de algunos expertos, cerca del 40 por ciento de los negocios que realizaban con la UE los bancos británicos o de otros países con sede en Londres tendrán que llevarse a cabo en el futuro desde Frankfurt o cualquier otro centro financiero del continente. 

Una de las renuncias británicas que más han dolido en Bruselas por su carácter también simbólico ha sido la relativa al programa Erasmus, que promueve la movilidad académica de estudiantes universitarios entre los países de la UE. 

Fiel a sus tradiciones, el Reino Unido ha optado en ese caso por el aislamiento cuando es sabido cómo ese tipo de proyectos paneuropeos contribuye a un mejor conocimiento entre los jóvenes y a vencer cualquier tentación nacionalista.

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